Vivir y hacer historia.
Estudios desde la antropología social (1980) De cómo se puede ser griego durante treinta siglos Se dice que a los griegos les gusta pensar que su país es una idea: Grecia
es quizás una ilusión. ¿Quiere decir una idea en el sentido platónico, cosa celestial y eterna, y que periódicamente se encarna en una realidad material? ¿O la representación inexorablemente imperfecta de esta misma realidad? ¿O más bien una imagen huidiza, como una ninfa o nereida —en las que creen firmemente los campesinos griegos del siglo XX— eternamente inalcanzable, y eternamente seductora para quienes la contemplan a la luz de mediodía? Poesías y mitologías aparte, a donde quiero ir a parar, más prosaicamente, en estos breves interrogantes que hacen de prólogo, es simplemente a esto: ¿ qué proporción de reinvención política, de mito y de continuidad real hay en la cultura y en la sociedad de la Grecia de nuestros días, y especialmente en los sectores más rurales y menos «modernizados» de esa misma sociedad? O sea: la pervivencia de la Grecia antigua, que las élites intelectuales y políticas de la moderna afirman sin sombra de duda desde hace más de siglo y medio —y que las gentes del país han aceptado con orgullosa conciencia—, ¿es algo más que un instrumento ideológico, demostradamente eficaz, por cierto, para la recuperación de una identidad nacional dificultosa? Lo que pretendo, pues, intentar aclarar (tan sólo parcialmente y en algunos aspectos), es lo que hay, en la sustancia y en los accidentes de Grecia o, de metáfora a metáfora, en la infraestructura y en la superestructura de la sociedad griega, que se haya mantenido «esencialmente» inmutado a lo largo de los veinticinco o treinta siglos que van desde Agamenón a Karamanlis (en realidad, si contamos desde los tiempos más o menos históricos de Agamenón, son algunos siglos más: dejémoslo pues desde Homero a Kazantzakis, y ya va bien). Los griegos actuales creen firmemente que es mucho lo que hay de inmutado —¡y que nadie les diga lo contrario! Y yo creo que, si no tanto como ellos piensan, sí que tienen una parte apreciable de razón. La «moral» está por adelantado (como decía Esopo: o mythos deloî, la fábula muestra...), antes y todo de contarla. Y es por razón de la moral —«dedicada» en principio a la reflexión de mis compatriotas y de posibles vecinos interesados— que este papel se ha redactado como dirigido a un público general y no de especialista, en cuyo caso el lenguaje sería quizá más «académico», y la presentación algo más rigurosa y sistemática. La «moral», pues, es que, a pesar de cinco o seis siglos de dominación romana republicana e imperial,[1] a pesar de la difusión hasta los últimos rincones del país de un cristianismo ferviente,[2] a pesar de casi mil años de bizantinismo progresivamente alejado de Sócrates y de su polis[3] a pesar de la larga etapa de dominación turca que a fuerza de jenízaros, pachás, café espeso y caftanes parecía que había terminado de orientalizar el país,[4] a pesar de haber perdido la idea de una unidad o de una identidad helénica y hasta el recuerdo del nombre común de helenos —hasta el siglo XIX, y desde los bizantinos, los griegos se llamaban a sí mismos romaioi, que quiere decir «romanos», y prácticamente equivalía a «cristianos», frente a los musulmanes árabes o turcos—,[5] a pesar de la entrada en territorio griego de sucesivas oleadas de inmigrantes eslavos, albaneses, válacos y turcos...,[6] a pesar de todo esto y de algunas cosas más, los griegos (sabiéndolo, o más bien sin saberlo) han continuado siendo griegos. Prodigio nada desdeñable. Y sin la realidad de este prodigio, los patriotas de 1821-1829 primero, y los intelectuales y políticos de la nueva Grecia después, hubieran luchado y trabajado en el aire, por una cosa tan vacía como hubiera sido devolverle el nombre a un trozo de geografía..., por un flatus vocis. El edificio neohelénico, por tanto, no es un edificio «neogótico». Quiero decir que es, quizás, una reconstrucción o mejor dicho una restauración, pero en ningún caso un decorado o una reproducción en piedra falsa: para restaurar, es necesario que se conserven por lo menos los cimientos y una parte sustancial de la estructura original del edificio, aunque éste esté lleno de añadidos, cubierto de estucos y de pinturas, o a trozos derruido y arruinado. Sin esta base, no hay restauración arquitectónica, ni nacional, que valga. Con esta base, la restauración, si hay buenos restauradores que se la propongan metódicamente, ofrecerá seguramente todas las garantías.[7] La «moral», me parece, es diáfana. Y ahora entremos en materia. ASPECTOS DEL PROBLEMA Y PUNTOS DE VISTA El problema, tal como aquí lo enfocaré, es mucho más importante y de mayor envergadura que el que plantearía la simple existencia de «supervivencias», más o menos anecdóticas, de creencias o costumbres dispersas en el folklore griego contemporáneo con antecedentes o paralelismos en épocas antiguas. Así pues, en primer lugar, hay que insistir en que no se trata de «supervivencias» aisladas o de curiosos «paralelismos»,[8] sino de una cuestión de continuidades dentro de un sistema global en muchos de sus ordenamientos básicos, sus patrones, instituciones y conceptos cardinales. Es por tanto —segundo aspecto importante— un campo privilegiado para el estudio de los procesos de transmisión y de adaptación cultural, de toda una larga y confusa historia de aculturaciones sucesivas, con constantes que se mantienen o que retornan (igual que la mítica pugna Este—Oeste, por decir algo, desde la guerra de Troya a la trágica expedición anatólica de los años veinte de este siglo). En tercer lugar, como han reconocido recientemente antropólogos por una parte y clasicistas e historiadores por otra, la comparación es posible y útil en las dos direcciones: el conocimiento de la sociedad griega moderna ha iluminado aspectos oscuros de la antigua, y lo mismo se ha hecho en dirección contraria.[9] Finalmente está el aspecto, fascinante, de la constante interacción —de la dialéctica, con otro nombre— de las tradiciones «alta» y «baja» a lo largo de tanto tiempo y en un área de historia tan compleja, donde el punto de partida es bien documentable y, si los intermedios a veces quedan poco claros, al menos el punto de llegada está a la vista: es difícil así, no aceptar que la corriente «folk», popular, ha sido vehículo de transmisión ininterrumpida, de continuidades que han absorbido e incorporado los sucesivos impactos «altos» de dentro y de fuera. Me parece un supuesto razonable, pero dejémoslo estar, que sería aún poner el arado delante de los bueyes. Desgraciadamente, que yo sepa, falta la teoría sólida y útil aplicable a los procesos de dinámica cultural en las sociedades complejas y «con historia» sobre una extensión de tiempo tan amplia. No es que no existan teorías; pero de este tipo de procesos los antropólogos se han ocupado de manera excesivamente genérica, o bien excesivamente localizada en el tiempo y en el espacio —y de hecho con más afición a las «etapas» que a los «procesos». Y en cuanto a los historiadores, me temo que al mismo Braudel esta especie de durée le parecería un poco demasiado longue. Es una lástima, porque Grecia es un caso bien notable donde una teoría así tendría oportunidad privilegiada de ser puesta a prueba: por la difusión mediterránea de tantos modelos griegos, que permitirían el seguimiento comparativo de sus evoluciones; por el hecho de que pocos lugares del mundo deben tener su historia antigua tan minuciosamente hurgada; y finalmente, por la comparabilidad, en ocasiones increíble hasta el detalle de la palabra y la circunstancia, de tantos elementos de la cultura griega contemporánea y antigua. Lo que sucede también es que lo que habitualmente se entiende por cultura griega, y que ha deslumbrado a una generación tras otra, desde los romanos hasta los románticos, es sobre todo la cultura elaborada por las élites, la cultura formal, literaria, «alta», la cultura de la Gran Tradición, que diría Redfield. La misma cultura griega que tenían delante de sus ojos los padres fundadores de la Antropología, como Morgan, Tylor, Frazer, Maine o Fustel de Coulanges, y que tanto gustaban contrastar con la de los «primitivos» contemporáneos. Porque de sus contemporáneos griegos no se ocupaban mucho ni poco, y menos a efectos de comparación con los antiguos. Quizá se debiera esto (aparte de que la Europa tradicional contemporánea no entraba en su perspectiva) también a los efectos del crédito general atribuido a la teoría decimonónica del slavischer Einfluss, de Fallmerayer y seguidores, según los cuales los griegos modernos eran poco más que los herederos mestizos de las bandas eslavas medievales y otros colegas invasores. Ni qué decir tiene que los folkloristas, historiadores y antropólogos griegos —Politis, Romaios, Megas, Vacalopoulos, Poulianos... — ya se han encargado, con paciencia y con santa indignación, de devolver las cosas a su lugar. Y que sus conclusiones continuistas son confirmadas y reforzadas tanto por el trabajo directo de etnógrafos y antropólogos sobre la Grecia rural contemporánea (cf. Lawson, Sanders, Campbell, Friedl, Blum, Peristiany...) como por los historiadores y clasicistas (de Harrison, Nilsson o Gernet, a Walcot, Humphreys, Vidal-Naquet, Vernant...) que por fin se han ocupado de reconstruir la sociedad viva que late bajo los antiguos e innumerables textos. El campo de comparación es inmenso y extremadamente complejo. Yo me he limitado aquí a centrarlo en un tema básico entre tantos: la percepción del mundo social, y especialmente desde la óptica rural. Es decir, lo que se refiere a los condicionamientos fundamentales —agrarios— de la vida social, y a sus implicaciones; al significado de la familia en la organización social; y a la posición del individuo en el grupo. Otro tema esencial, la concepción de la persona y de las fuerzas cósmicas —la religión como contrato y lenguaje entre los dioses y los hombres, la vida y la muerte de los hombres en un mundo poblado de espíritus...—, igualmente revelador y quizá todavía más fascinante, me lo habré de guardar para otra ocasión. ENTRE LA TIERRA Y LA CIUDAD, COMO SIEMPRE «Una mañana —explica Scott McNall— me fui con Paniyoites a su viña, a ver cómo podaba las cepas. Como era invierno, nos pusimos en marcha tarde, hacia las seis de la mañana. El hombre aparejó la mula con el serón de carga, colgó el serrucho a un lado y en el otro una cuerda para llevarse a casa los sarmientos cortados para leña, y nos pusimos en camino hacia el norte. Nos costó una hora llegar a su campo. El hombre trabajó en él unas dos horas, y después estuvimos charlando y comiendo lo que le había preparado la María [la mujer de Paniyoites]. Después, con objeto de ver si las lluvias recientes le habían hecho algún daño al trigo, caminamos hacia el suroeste unos cuarenta y cinco minutos. Las lluvias habían sido desastrosas: tendría que pedir dinero a préstamo para comprar trigo para comer y semillas para la siembra siguiente. Volvimos hacia casa... Cuando le comenté cómo era de pedregoso su campo de trigo, me dijo: “Otros los tienen peores”.»[10] No sé si es exagerado decir que si en Grecia —y no solamente en Grecia— hubiéramos de dividir las etapas básicas de la historia agraria, habría que hablar simplemente de «antes del tractor» y «después del tractor». Y aun así...: Paniyoites perdió su cosecha de trigo por culpa de las lluvias del invierno de 1969, en su pueblo de Milessi, a menos de cincuenta quilómetros de Atenas. Paniyoites era el teniente de alcalde de Milessi, y aparte del trigo tenía un sexto de hectárea de viña, unos pocos olivos, y las dos cabras que la María sacaba a pastar cada mañana; la María, por su parte, hacía queso de leche de cabra, y cuidaba unas cuantas gallinas en el corral. No lejos de Milessi, en el pueblo más próspero de Varnavas, «...cada campesino tiene su trigo, viña y olivos “por seguridad”: nunca se sabe qué desastre puede suceder a las otras cosechas (verduras para el mercado en la huerta del pueblo), pero las tres básicas dan “bastante para vivir”. “Siempre podemos pasar hasta que vengan tiempos mejores”, explicaba el secretario Krepis. Su mujer también lleva a pastar un par de cabras, y cuida unas pocas gallinas. “En cualquier caso, siempre tenemos un bocado de queso, un puñado de olivas y un mendrugo de pan”, dicen casi todos en el pueblo».[11] Estoy razonablemente convencido de que un campesino de los tiempos de Hesíodo, que era vecino de la aldea de Ascra de Beocia, no tendría demasiados problemas de adaptación mental o técnica si se despertaba un buen día del siglo XX por los campos del término de Varnavas del Ática. Hablo, de momento, de las cosas más materiales: de los bancales, las oliveras, la viña, las cabras, la mula, el trigo. O de podar las cepas a su tiempo (Trabajos y Días, 570), de labrar en otoño para la siembra del trigo antes de que lleguen las lluvias (T. y D., 448-451, 463), siguiendo esencialmente el mismo calendario y los mismos ciclos anuales, para las mismas cosechas, en la misma, tierra pedregosa (en la Odisea, por ejemplo, el pretendiente Eurímaco le dice a Ulises: «Si quieres entrar a mi servicio, forastero, te enviaré lejos al campo, y te daré buen salario para recoger las piedras y plantar árboles de provecho», Odisea, XVIII, 357 y ss.), lejos de casa, con la vegetación arrasada por las cabras. Y aunque el antiguo vecino de Hesíodo no conocía el café, podría sin problemas reanudar su viejo hábito de pasar cada tarde un rato en la taberna, o de charlar en casa del herrero; cosa que debía ser tan atractiva, que Hesíodo aconseja: «Pasa sin sentarte por la forja y por la taberna del pueblo, allí donde da el solecito. Incluso en los días de invierno, cuando el frío aleja a los hombres de los campos, un trabajo encarnizado puede dar algún provecho a tu casa» (T. y D., 493 y ss.). La lesche, «casa del pueblo» de Ascra de Beocia era el equivalente de las tabernas y los cafés actuales —Milessi tiene 320 habitantes, y tres cafés; Varnavas 960 habitantes, siete cafés y dos tabernas— donde, especialmente en los días de invierno que Hesíodo ya odiaba (T. y D., 504 y ss.), cuando el trabajo de los campos se paraliza, los hombres pasan horas y horas sin hacer nada, jugando a las cartas o discutiendo para matar el tiempo.[12] Por supuesto que, si no hay trabajo en el campo, los hombres podrían trabajar en alguna ocupación útil para la casa, como recomendaba Hesíodo; pero en su tiempo seguramente ya hacían poco caso de este consejo, y hoy en día aún hacen menos: en los pueblos griegos los campesinos, o sea prácticamente todo hombre adulto, se consideran «especialistas en agricultura» y, como observa E. Friedl, en Vasilika de Beocia, cuando los hombres no tienen nada que hacer en el campo, significa que simplemente no tienen nada que hacer.[13] En Vasilika, hacia 1960, ya utilizaban abonos químicos y tractores, y plantaban tabaco, que es una especialidad bien comercial y «técnica», o sea que se trata de un pueblo de agricultura relativamente moderna, y además de fundación reciente. Pues bien, a pesar de esto, el libro de Friedl es el que inspiró en primer lugar al clasicista Walcot su magnífico trabajo sobre los campesinos griegos antiguos y modernos, y al sociólogo Alvin Gouldner sus convicciones sobre las continuidades culturales:[14] ¡tantos son los paralelos visibles! Y entre otras continuidades que observa Gouldner, ya que hablamos de esto, se encuentra la «fuerte repugnancia por el trabajo manual». Esta idea, tan cardinal, exige algún comentario más concreto; entre otras cosas porque creo que no es aplicable ni a los griegos en general, ni a todo «trabajo manual», ni a cualquier tiempo y lugar de Grecia indiferentemente. Los héroes homéricos, pongamos por caso, señores guerreros si alguna vez los hubo, se enorgullecen con frecuencia de sus habilidades agrícolas y técnicas; y Ulises, antes de hacer una carnicería con los pretendientes de su mujer, desafía a Eurímaco... ¡a labrar y a cortar hierba! (Od. XVIII, 366-375). Labrar, y pastorear los ganados, eran las actividades cotidianas y honorables de los basileis, reyezuelo s de comarca, y de sus hijos los príncipes de la leyenda. Cierto que de los demás oficios no se ocupaban poco ni mucho: el trabajo de los herreros, carpinteros, albañiles, alfareros o médicos, si bien apreciado y respetado, no era considerado tan honorable por los héroes como el trabajo de la tierra y de los ganados. Era ocupación de los demioergoi, los antiguos artesanos y especialistas que iban practicando su oficio de pueblo en pueblo, o de caserío en caserío, como van de pueblo en pueblo modernamente los alfareros de Siphnes o los de Thrapsanos de Creta[15] a hacer trabajos por encargo..., o el «dentista» que bajaba del autobús y abría su maletín en una mesa de café de la plaza de Varnavas.[16] Ulises, el polymétis, «el de múltiples habilidades», es un caso especial y especialmente admirado: listo, enredador, capaz de tensar el arco como nadie y de escapar de todos los peligros, y al mismo tiempo labrador y pastor antes de ir a la guerra, hombre que igual se construye él solito una barca «tan buena como las de los mercaderes» para huir de la isla de Calypso, como se hace reconocer definitivamente mostrando a Penélope los secretos de carpintería del lecho conyugal que había construido años atrás con sus propias manos. Pero Ulises tiene bastante de prodigioso y de fantástico, y mucho de protegido de Atenea, diosa de los carpinteros y de otros technites: para el público griego, sus habilidades eran simplemente milagrosas. Y el día que el marido de Ernestine Friedl, profesor y americano de la tradición del «do it yourself», se puso a cambiar con sus propias manos unos cristales de la ventana rotos, la gente de Vasilika abría la boca de admiración incrédula: «¡Un profesor que es también maestro cristalero!»: que un profesor fuera capaz de hacer tal reparación, tenía para los campesinos «algo de la cualidad de un milagro».[17] En los Trabajos y los Días los oficios no agrícolas aparecen bien poco, y sin ningún relieve. El poema es estrictamente un poema agrario, una exaltación religiosa y ética de la tierra y del trabajo de la tierra, del labrador honesto, piadoso, independiente y trabajador: la exposición poética del ideal del campesino-ciudadano, entre las angustias de un tiempo de crisis.[18] El campesino-ciudadano es el ideal civil griego por excelencia desde el siglo VII, al menos, hasta bien entrado el siglo V; y aun en 403 a. C., en Atenas, después de los desastres de las guerras del Peloponeso y de los «excesos democráticos» que las acompañaron, se propuso un decreto para limitar el derecho de ciudadanía únicamente a los propietarios de tierras. Y Dionisio de Halicarnaso, en Sobre Lysias, dice que este decreto hubiera privado de derechos políticos a unos cinco mil atenienses: calculando sobre la población total, ello significa que un 80% de los ciudadanos eran todavía, después de la euforia urbana y comercial del siglo V, propietarios de algún pedazo de tierra. Las reformas de Solón, que a comienzos del siglo VI cambiaron la cara política del Ática, son a este respecto bien ilustrativas. La polis preclásica era en realidad la fortificación colectiva de las viejas familias de aristócratas que vivían de la renta de sus propiedades agrarias; aristócratas que eran los descendientes, parcialmente urbanizados, de los antiguos basileis rurales de Hesíodo y de Homero. Y cuando la situación, fuera de los muros y dentro de los muros, se hizo insostenible, Solón hizo aprobar la reforma para evitar la revolución: «Si hubiera tomado el aguijón otra persona, un insensato o un ambicioso, no habría podido contener al pueblo», dice en uno de sus poemas. Los campesinos, «llenos de esperanza infinita», pretendían lo de siempre: el reparto de las tierras. Solón los libera de sus deudas y de la esclavitud, y los convierte en ciudadanos (¡...pero los aristócratas no son expropiados, evidentemente!). Y por otra parte, como medida complementaria, Solón, «... que veía que la pobreza natural del territorio únicamente podía ofrecer una subsistencia mediocre a los agricultores y era incapaz de alimentar a una multitud perezosa y sin trabajo, hizo que se pusieran en honor los oficios, y pidió al Areópago que examinara de dónde sacaba cada uno sus ingresos, y que castigara a los perezosos» (PLUTARCO, Solón, XXII. Cf. AUSTIN-VIDAL NAQUET). La otra solución era la espartana, que en realidad es la tradicional griega llevada al máximo extremo, y que los aristócratas de toda Grecia con tanta frecuencia envidiaban: los propietarios de la tierra serán exclusivamente los ciudadanos, pero quienes la trabajarán serán únicamente los hilotas, siervos o poblaciones dependientes. No es que el sistema ático funcionara con suavidad, ni siquiera en su mejor época; y los «campesinos-ciudadanos» nunca fueron sinceramente aceptados en realidad, en la ciudad ni en la política. El «tirano ilustrado» Pisístrato se preocupaba mucho de los campesinos, prestaba dinero a los agricultores pobres, quería impulsar la prosperidad agraria..., todo eso, como observa Aristóteles, porque «quería evitar que pasaran el tiempo en la ciudad, y pretendía que continuaran dispersos por el campo; así, con una moderada prosperidad y ocupándose de sus asuntos particulares, no tendrían ni ganas ni tiempo de ocuparse de los asuntos públicos» (Constitución de Atenas, 16, 2-5). Más adelante, y sobre todo después del fracaso de la «democracia radical» de los hoplitas-campesinos, artesanos y tenderos, las cosas habrían de quedar más claras: los aristócratas (los viejos ricos y algunos nuevos) y sus intelectuales odiarían, efectivamente, los oficios manuales. Y los campesinos, a pesar de todas las tradiciones, serían objeto de desprecio y de ridículo. Todo eso continuaría, ya, durante muchos siglos. Para el pensamiento conservador de Platón, de Jenofonte o de Aristóteles, la oikonomia es realmente la administración de la «casa» (con la familia, servidores, propiedades...), y por extensión también de la ciudad; pero no la chrematistiké, o arte de hacer dinero, que es cosa innoble. Tener dinero es bueno, pero no ganarlo. El ideal tradicional, ahora renovado, será el de la ciudad autárquica, como la «casa» del propietario, con el mínimo indispensable de intercambios con el exterior. O sea, el contrario de la ciudad—mercado, abierta, de Pericles y de los «demócratas». El ciudadano ideal, pues, ha de vivir de la renta agraria: ni trabaja, ni se ocupa del comercio. El comercio es cosa de los metoikoi, los metecos forasteros, o de los esclavos y libertos. Jenofonte, si bien pone en boca de Sócrates un total desprecio por los oficios manuales —«embrutecedores del cuerpo y del alma, que no dejan tiempo para ocuparse de los amigos ni de la ciudad»—, al menos aún respeta la agricultura; en teoría, tanto como al arte de la guerra, «como el rey de los persas», que se había convertido en el ideal último de la aristocracia (JENOFONTE, Económico, IV, 1-4). Aristóteles va más allá: en la ciudad perfecta, «es evidente que los ciudadanos no han de hacer ni vida de artesanos ni vida de mercaderes, vidas innobles y contrarias a la virtud, y que los que son llamados a la vida cívica tampoco han de ser agricultores» (Política, III, 1328). Y su discípulo Teofrasto aún más: «...el rústico es un hombre basto, que lleva zapatos demasiado grandes, charla en voz alta, cuando se sienta se remanga el vestido de manera que se le ven las vergüenzas, come vorazmente y bebe vino sin agua, hombre malpensado, desconfiado, y que canta en los baños públicos... La rusticidad, podríamos decir, es una ignorancia repugnante» (Caracteres, 4). Así, la oposición agroikos/asteios, es decir, rústico/urbano, se ha hecho insalvable... hasta nuestros días; tanto, como el descrédito de los oficios manuales.[19] La ambigüedad originaria, sin embargo, se mantendrá también hasta hoy: los campesinos admirarán y odiarán al mismo tiempo a la ciudad (y todo lo que la ciudad representa: gobierno, jueces, administración, etc.); y los urbanos, helenísticos, bizantinos o modernos, despreciarán a los rústicos mientras valoran por encima de toda posesión la propiedad de la tierra, o que idealizan la vida rústica, etc. «La relación psicológica entre la ciudad y el campo es, sin embargo, sutil y compleja. Un campesino considera al hombre que no posee tierra como algo menos que un hombre completo; al mismo tiempo, la mayor parte de los campesinos envidian lo que perciben como vida más fácil, rica y estimulante, de la gente de la ciudad, y especialmente de los atenienses. La gente de ciudad, normalmente, se consideran a sí mismos como más inteligentes, mejor informados y más civilizados que los campesinos. Y a pesar de todo, todavía sobreviven entre ellos elementos de la visión campesina, particularmente el deseo ardiente de poseer una casa y un pedazo de tierra, para plantar una parra y criar flores y algunas verduras»: son palabras de un observador profesional americano, por los años de 1950.[20] El carácter de la polis original (la polis es en efecto astu más chora, es decir, ciudad y campo al mismo tiempo),[21] puede ser la razón subyacente de muchas ambigüedades, pero la dicotomía rural/urbano, que se desarrollaba ya en época clásica, condujo a la definitiva marginación de los campesinos, a su no participación en ningún poder económico ni político. El poder, entonces, se aleja progresivamente, y el campesino, para entrar en contacto con él de alguna manera, necesitará la «conexión personal», el intermediario. Será necesario «conocer» a alguien situado en el sistema oficial impersonal (pariente, amigo, comerciante, patrono...) que pueda establecer el contacto. Si añadimos que en época romana, bizantina y turca el poder se alejaba más y más, al mismo tiempo que se convierte en discrecional y totalmente personificado, quizá se comprenda mejor el actual «horror» de cualquier relación que sea «totalmente impersonal y funcionalmente específica», en palabras de E. Friedl. El «contacto» es necesario, y esto lo saben las gentes de Vasilika, como lo saben los pastores del Zagouri[22] y los campesinos de Milessi.[23] ...Aunque en realidad ya sabemos que los de la ciudad —politismenoi— nos desprecian, y que la gente del gobierno son deshonestos y ladrones, fugades: devoradores, que se nos comen a trozos;[24]... cosa esta última que en realidad hemos sabido siempre, pues Hornero ya dice bien claro que los reyes son demoboroi, «devoradores del pueblo», y Hesíodo llama a estos caciques dorofagoi, «comedores de regalos»: son cosas de toda la vida. De hecho, antes como ahora, «la honestidad existe, se espera y es respetada, solamente cuando se han establecido relaciones de parentesco y personales, sobre una base de confianza y de respeto por la valía personal».[25] De todos los demás, uno no puede fiarse nunca. LOS HIJOS, LA CASA Y LOS DEMÁS Hesíodo ya dice bien claramente (esto parece que va en contra de lo que acabamos de escribir, pero ya veremos que no): procura portarte bien con tus vecinos, porque en tiempo de necesidad son ellos los que te ayudarán, más que tus parientes. Esto no lo dice únicamente porque estaba resentido, como es sabido, con su hermano Perses, el perezoso y buscapleitos, y no esperaba nada bueno de él. Sino porque en la Grecia arcaica, como en la clásica y como en la sociedad homérica, los lazos sociales —alianza, amistad, hospitalidad...— son mucho más importantes que el parentesco de sangre a efectos de organización social: el intercambio de regalos y de favores, el juego de intereses y de influencias, la red de coaliciones, etc., son los canales y la trama de la vida colectiva. Linaje y parentesco no fueron nunca (a diferencia por ejemplo de Roma y de otros pueblos mediterráneos) elementos centrales del juego político.[26] En todo caso, para Homero y Hesíodo, el genos, el linaje patrilineal (posiblemente derivado de la organización militar micénica) existe, pero reservado a la aristocracia, no como elemento de la estructura social general; y los linajes nobles son los que monopolizan la dirección de los cultos, de los juegos y de los festivales, la exhibición de riqueza, y los ideales de honor y de hospitalidad, que después serán asimilados y preservados durante siglos por la gente del común.[27] Para los campesinos, por otra parte, como para el «bajo pueblo» urbano, el genos cuenta relativamente poco en relación con la casa —oikos.[28] Para Hesíodo, como para nuestros contemporáneos, el individualismo y el poner el propio interés (simferon, le llaman ahora) por encima de todo, son la cosa más natural del mundo:[29] lo que cuenta es la propia familia —los padres y hermanos primero, la mujer y los hijos después—, y cuanto menos tratos se tengan fuera de casa, mejor; incluidos los tratos con los parientes, hermanos casados, primos, etcétera, que pueden ser alternativamente y ambiguamente aliados y rivales: así, al pariente tengo obligación de hacerle un favor «desinteresadamente», y por tanto sin ganas y sin saber si puedo esperar algo a cambio; mientras que al vecino, si le hago un favor, se entiende claramente que acepta la obligación de reciprocidad. En esta estructura oiko-centrista, la obsesión constante del cabeza de familia es la casa, la hacienda que hay que conservar y aumentar, la herencia de los hijos y la dote de las hijas, como veremos ahora mismo. El oiko-centrismo, sin embargo, no anula el valor del parentesco de sangre como base de una comunidad moral (no económica ni política), con frecuencia sólo latente, en potencia para los momentos de crisis. Un ejemplo: en la Grecia antigua, el homicida no era culpable contra la comunidad civil, sino contra los parientes de la víctima, e incluso en la Atenas de la época «legal», la persecución pública no actúa en estos casos sino después de la denuncia de los parientes. Y los actuales Sarakatsani de las montañas del norte, como los Maniotes del Peloponeso,[30] tienen idéntico concepto del asesinato y de la obligación de la venganza, que puede alcanzar a todos los tíos o primos. Cuando cada generación tiene que reproducir, posiblemente multiplicada, la misma estructura centrada en la familia nuclear, los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos, han de ser necesariamente una constante. Es evidente que uno puede enviar a los hijos «sobrantes» a fundar colonias al Asia Menor o a Sicilia (o a llenar monasterios, como se haría en época bizantina y turca: ¡solamente en el Monte Athos llegó a haber más de 50.000 monjes!); ...o bien uno puede tener únicamente un hijo, como aconseja Hesíodo a los pequeños propietarios (T. y D., 376-377). Porque la distribución de la herencia ha sido siempre, y es todavía, estrictamente igualitaria entre los hijos, sin heredero principal, y con las partes echadas a suerte: ¡ya por este sistema se repartieron el mundo Zeus, Poseidón y Hades, hijos de Cronos! Así pues, la obsesión de los padres es siempre la manera de mantener a todos sus descendientes en el mismo nivel económico y de posición social: cómo reunir dote suficiente, en dinero o en su equivalente, a fin de que las hijas puedan hacer un buen casamiento (el nivel de la dote corresponderá indefectiblemente al nivel del futuro marido, sea un albañil o el príncipe Juan Carlos,[31] y el mecanismo de la dote es prácticamente el mismo en la Atenas clásica,[32] que en la Beocia,[33] el Chipre griego[34] o el Ática actuale);[35] y al mismo tiempo el padre se ha de preocupar de cómo mantener y aumentar el patrimonio que ha de pasar a los hijos, obligación que, si no es satisfecha, puede producir las peores consecuencias éticas y sociales: «los que no procuran una buena hacienda a los hijos, cosecharán pobreza y hostilidad», como escribía Platón (República, 2, 372): el fracaso completo de la función de padre. La hostilidad de los hijos, de todos modos, es prácticamente inevitable: porque éstos han de trabajar años y años para «aumentar la casa» o para la dote de las hermanas, o porque habrán de esperar largo tiempo antes de que los padres traspasen efectivamente la tierra, es decir, antes de ser ellos mismos cabezas de un oikos independiente. La posición de los hijos casados antes de heredar de pleno derecho es, así, ,ambigua y peligrosa; y quizás es por eso por lo que Hesíodo aconseja al heredero que no se case antes de los treinta años.[36] Mientras tanto, los jóvenes solteros, digamos de los dieciocho a los treinta años, se encuentran en una situación poco definida y en cierta manera liminal: se pueden quedar en el pueblo, y allá mismo habrán de ganarse un respeto personal y afirmar activamente la propia valía (son los belicosos pallikari de que habla Campbell);[37] o pueden salir de casa y hacer vida de «compañía» masculina, como en las hetairiai atenienses, o en las bandas de klephtes del siglo XVIII —honorables bandoleros, convertidos en patriotas antiturcos—; o bien dedicarse a correr mundo una larga temporada, a la thalasios bios, la «vida marinera» del poeta Arquíloco..., y de los marineros griegos del siglo XX, que se los encuentra por todo el planeta; y, si la Fortuna es favorable, volver a casa al cabo de los años, comprar tierra, y hacer un casamiento con una buena dote. Tanto de la literatura clásica —y particularmente en el teatro, de Esquilo a Menandro— como de la etnografía contemporánea, se pueden derivar unas constantes elementales en la estructura y funcionamiento de la familia nuclear:[38] la figura del padre como encarnación del status familiar y del poder; ambigüedad en las relaciones marido-mujer (la cual, de natural, es siempre una Clitemnestra en potencia; y de la esposa moderna, dice Zotos (p. 32) que «su resentimiento no le impide mostrar sumisión ciega a los caprichos del dueño supremo de su destino»); conflicto latente o presente entre las generaciones, especialmente padre/hijo, y entre hermanos del mismo sexo, especialmente los varones; solidaridad padre-hija y hermano-hermana... Por ganas de personificar, y de recurrir a ilustraciones prestigiosas, podemos recordar a Edipo, Orestes, E1ectra o Antígona, entre otros famosos personajes que vendrían al caso.[39] En cuanto a las mujeres en general, ya se sabe desde siempre cuál es su lugar y destino: bajar la vista y callar, como lo expresa Eurípides: «A la presencia de mi señor [marido] ofrezco el tributo de los labios cerrados y de los ojos quietamente mirando a tierra» (Troyanas, 253-255); o Sófocles: «mujer, el silencio hace más bellas a las mujeres» (Ayax, 293). Estarse encerrada en casa, trabajando a las órdenes de los hombres: «las mujeres llevan la casa, bajo la autoridad de los hombres», en frase lapidaria de Homero (Od. VII, 67), y plenamente vigente todavía.[40] La reclusión femenina, el gineceo, el velo, y otras cosas, no las llevaron los turcos a Grecia: ya estaban allí. Y también es sabido desde siempre que las mujeres son las inventoras del pecado; instrumento del demonio, en versión cristiana, y origen de todos los males desde la caja de la imprudente y curiosa Pandora; por culpa de ellas han de luchar y matarse los hombres, ir a la guerra de Troya por el rapto de la desvergonzada He1ena, o tirarse trabucazos, como en las zonas más tradicionales de la Grecia de hoy, donde «... si el hijo de una determinada familia sonríe o echa un piropo demasiado atrevido a la hija de un vecino, el recurso a la violencia entre las dos familias rivales es obligado. En la isla de Creta, donde todo el mundo tiene siempre el genio a punto de saltar, las guerras familiares son frecuentes y los combates duran a veces días y días» (ZOTOS, 35). El mismo Zotos, hablando de sus compatriotas modernos, viene a decir lo mismo que Walcot (p. 66 y ss.) hablando de Hesíodo y de los griegos antiguos: todos los varones griegos, de antes y de ahora, son unos misóginos integrales, y su desconfianza —y miedo— ante las mujeres es una actitud central de la sociedad (masculina) griega. El ideal, imposible, sería la esposa-madre sin los peligros del sexo femenino: o sea la Virgen, la Madre de Dios, que en Grecia es más obsesivamente venerada que en ninguna otra tierra cristiana, incluido el resto del Mediterráneo, que ya es decir. Quiero indicar ahora, de paso, que no pretendo en modo alguno que todo lo que he escrito hasta aquí sobre los griegos sea cosa exclusiva de los griegos: en definitiva, si los griegos han sido y son pueblo mediterráneo por excelencia, es obvio que buena parte de lo que sobre ellos se diga a propósito de la tierra, familia o sociedad, ha de ser aproximadamente común a toda el área mediterránea, incluidas sus riberas más occidentales[41] (a estas alturas, probablemente al lector ya «le sonaban» algunas cosas como vistas en capítulos anteriores de este libro). Lo que ocurre con los griegos, es que sabemos cómo eran, qué hacían y qué pensaban hace veinticinco siglos o más; cosa que no sabemos, o sabemos mucho menos, de cualquier otro pueblo de la región. Y si muchos de los paralelos antiguo/moderno se explican quizá por continuidades ecológicas, agrarias o económicas, ello refuerza todavía mi argumento: sin estas continuidades, serían difíciles de explicar las que se observan en el campo de los valores y de los conceptos básicos, como veremos ahora mismo; o las más concretas y fascinantes de las creencias y rituales, que aquí no tendré ocasión de explicar. ÉTICA Y PERCEPCIÓN DEL MUNDO SOCIAL Lo que voy a hacer en las páginas que siguen, para continuar en otro nivel de análisis, es sólo presentar brevemente algunos de los puntos cardinales —no toda la rosa de los vientos, por supuesto— de los que gobiernan la navegación social del hombre griego. Algunos tienen fundamento bastante visible en cosas que se han explicado antes. Otros no tanto. Sobre la autosuficiencia y la exaltación de uno mismo: La modestia es exactamente lo contrario de una virtud griega. Y el griego es con demasiada frecuencia el héroe de su propia narración, el protagonista que, desde Ulises al campesino del siglo XX, os contará su vida y aventuras donde se demuestra indefectiblemente: a) que él es más listo y más valiente que los demás; b) que no se fía de nadie y hace muy bien; y e) que pase lo que pase, siempre tiene razón. «El griego» —no tengo afición a generalizar de esta manera, pero ahora no puedo evitarlo—, como escribe Zotos, «por definición lo sabe todo, y no duda en hablar de todo con un orgullo ostentoso» (op. cit., 5). En Vasilika, cualquier vecino os dará consejos y explicaciones a propósito de todo, como ya hacía el mismo Hesíodo, incluidas las cosas más elementales y obvias..., e incluidas también las cosas que él no sabe (cl. WALCOT, 20-21). Y el mismo Sócrates, de apariencia tan modesta, y que manifiesta «no saber nada», en realidad no se calla nunca, y siempre tiene respuesta para todo. Como los oradores y demagogos de las tumultuosas asambleas atenienses, como los sofistas, y como los actuales maestros de escuela omniscientes.[42] Hay una especie de proverbio clásico que dice que «el silencio tiene muchas cosas buenas», pero mucho más cerca de la realidad antigua y moderna están los versos de Baquílides: «al hombre que ha triunfado, no le corresponde quedarse en silencio» (cf. WALCOT, ibid.). Es decir, que el hombre que ha triunfado no lo ha de disimular, ni esconder su éxito, sino todo lo contrario: el gran placer es hacer de modo, directamente y sin inhibiciones, que todo el mundo sepa que ha conseguido el objetivo más importante de la vida: no depender de nadie, y ser superior a los demás, sobresalir, y que la propia excelencia sea conocida y reconocida. Si no, la vida no vale la pena.[43] Esto, lógicamente, empalma con las ideas sobre: La envidia, el trabajo y los fracasados: El ideal, ya lo hemos visto antes en Aristóteles, sería no tener que trabajar, como el ciudadano «virtuoso», es decir, aristócrata, o como en el tiempo de la «edad de oro» hesiódica, cuando la tierra daba sus frutos generosamente y sin trabajo alguno. El trabajo, pues, no es ninguna virtud, sino un mal necesario. «Trabaja, Perses —le dice Hesíodo a su hermano el perezoso—, porque el hambre acompaña por todas partes al hombre que no hace nada» (T. y D., 298-299). Pero el hombre no trabaja tan sólo para comer, sino que la competencia” y el éxito son elementos esenciales para el prestigio de un hombre y de su familia: «Si trabajas, pronto el perezoso envidiará tu fortuna; valor y gloria acompañan a la riqueza» (T. y D., 310 y ss.). Para Hesíodo, como para los Sarakatsani, la envidia de los demás es algo fundamental: un hombre trabaja y lucha para conseguir posición y prestigio, más que por la riqueza y el poder como tales. El objetivo es ser necesitado y ser envidiado; y si la envidia-discordia —en el sentido de Eris— es realmente un mal general, es al mismo tiempo un bien que contribuye —en el sentido de dselos— a la exaltación particular. Todo fracaso conduce al ridículo;[44] y el ridículo, como observa Campbell, es la carencia «del reconocimiento esencial para la reputación social». Y sin reputación, un hombre no es nadie: por ejemplo, un pobre. La pobreza, para los griegos, no es una virtud, como quisiera el Evangelio, sino un signo de fracaso personal, una desgracia: «nadie quiere tener amigos pobres», como escribe Eurípides. Y es incluso dudoso que el pobre, y las mujeres de su casa, tenga realmente derecho a ser tratado como persona honorable: «la pobreza es madre de todos los males». Sobre los amigos y los enemigos: O, dicho de otro modo, sobre la moral de las relaciones interpersonales. Primero viene la familia, eso ya lo hemos visto; y todos los autores estarían de acuerdo en que «hay un código que regula el comportamiento de los miembros de la familia entre ellos, y otro que prescribe la actitud de la familia [y de sus miembros] de cara al mundo exterior» (ZOTOS, 34). Actitud que desde Hornero —donde es absolutamente explícita— hasta ahora, se puede resumir en: haz bien a tus amigos y aliados, haz todo el mal que puedas a tus enemigos (¡nada de presentar la otra mejilla!), y procura engañar a los extraños —o sea a los que no son ni familiares ni amigos. La honestidad, o la honradez, es una virtud que se aplica dentro del propio círculo; fuera de éste, con los «extraños», la virtud consiste en ser bastante listo como para estafados. El griego moderno tiene tanta admiración por el exupnos, el que está despierto y despabilado, como tenía el antiguo por el enredador oficial, Ulises, protegido de los dioses. Lo que cuenta es la propia ventaja y provecho, el simferon, y si puede ser a expensas de los «otros», mejor todavía. Ahora bien, «nosotros», según como vaya, no es únicamente la familia, sino también la patria y los amigos, o los huéspedes. De aquí, pues: El patriotismo local: Es algo que tiene bien acreditados y clásicos antecedentes: por cada semana y año que los griegos pasaban haciendo la guerra a un enemigo exterior, se pasaban cincuenta haciéndose la guerra entre ellos. Ciertamente, si a un griego, antiguo o moderno, le preguntan por su patria —patrís, ahora patrida—, entendería sin duda alguna que le están preguntando cuál es su pueblo.[45] Quizá, paradójicamente, este «localismo» contribuyó en buena medida a la continuidad helénica: durante la época turca, los pueblecitos griegos continuaron gozando de una amplia autonomía interna, con tierras y trabajos comunales, y un sistema de gobierno local basado en la asamblea de demogerontes, «ancianos del pueblo», elegidos a votación, que es institución de origen clásico fijada —con el añadido eclesiástico del pope— en época bizantina. En todo caso, el patriotismo «regional» es prácticamente desconocido; y el «nacional», intenso y ardiente cuando llega el caso, se basa, antes como ahora, en la lengua y en la religión: griegos eran y son los que hablan griego (de aquí el esfuerzo moderno para asimilar a las minorías lingüísticas no griegas, o la polémica feroz sobre la lengua estándar), y los que practican o aceptan la religión nacional, sea la de los dioses olímpicos o la de la Iglesia ortodoxa. Ahora bien, éste es un patriotismo que solamente une y es eficaz de cara a un enemigo externo y amenazador: los persas, pongamos por caso, o sus «sucesores» modernos, los turcos. Fuera de eso, «mi patria es mi pueblo» —unidad frente a los «otros»—, donde yo soy alguien y conocido, y de cuyo buen nombre yo participo.[46] Mi honor personal se puede extender a mi pueblo, y ampliarse hasta la nación,[47] siempre sobre la idea de que hay un «nosotros», dentro del cual estoy yo, frente a los «otros». Extranjero y forastero vienen a ser la misma cosa: la misma palabra, xenos, vale tanto para los del pueblo vecino como para los turcos. El ciudadano universal, cosmopolita, de los intelectuales helenísticos, no pasó nunca de ser una fantasía alejandrina.[48] A la ambigüedad se añade casi la paradoja, si pensamos que xenos significa también, desde hace treinta siglos, el huésped o invitado. La vieja hospitalidad: Aquí encontramos otro tema clásico. Y si xenofobia es una palabra griega, filoxenia todavía lo es más. Filoxenia significa recibir siempre con buena cara al forastero, honrado, no engañado nunca, no hacerle ningún daño, como si no fuera un «extraño». J. Lawson cuenta con todo detalle el ritual de la acogida: el forastero hace signos de paz, deja el bastón en tierra, se sienta, y el dueño llama y calma a los perros (la experiencia contemporánea de Lawson corresponde punto por punto al encuentro de Ulises con Eumeo: Odisea, XIV, 29 y ss.), ofrece agua para lavarse, da de comer y de beber, deja reposar al visitante, y sólo después le pregunta quién es y de dónde viene, etc. Es decir, treinta siglos después, los mismos pasos del ritual. El origen aristocrático (reconocimiento y reciprocidad entre iguales) parece que no ofrece duda, desde los innumerables pasajes de la Ilíada en que aparece el tema. Y también la sanción y la expresión del deber de hospitalidad en términos místicoreligiosos; porque el xenos-visitante puede ser un protegido de Zeus, o bien un dios mismo escondido, como el Cristo de «tenía hambre y no me diste de comer», de la tradición semítica tan próxima.[49] Los fundamentos «prácticos» de la hospitalidad también son bien visibles (asegurarse mutuamente y en general refugio y posada, antes de la época de la hostelería y de las agencias de viajes), pero precisamente estos aspectos prácticos son tan generales que no explican el caso particular ni en su forma ni en su intensidad y duración. Explica S. Zotos que hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes se enteraron de que Italia abandonaba el campo nazi, se pusieron rápidamente a perseguir y encarcelar a los oficiales y soldados italianos por toda Grecia..., y los griegos se dedicaron a esconder en sus casas a los mismos italianos, invasores y enemigos el día anterior; y cuando les preguntaban por qué, en estas condiciones, se arriesgaban y se jugaban la vida, los griegos respondían simplemente que eso no tenía nada de particular («los italianos ahora ya no son enemigos, y por lo tanto, hemos de protegerlos de sus enemigos, que son los nuestros»), porque la hospitalidad es sagrada.[50] Quizá no fuera todo tan bonito, pero es revelador. La única cosa que el invitado no puede hacer, por su parte, es abusar con mala idea, ni del tiempo de hospitalidad ni de sus privilegios; de otro modo, se convierte en una amenaza para el anfitrión y para su casa: los pretendientes, en casa de Ulises, pasan días y días comiendo y bebiendo y asediando a Penélope: son gente que no tienen aidous moiran, «ni una pizca de vergüenza» (Od., XX, 170), y por tanto el cabeza de casa, al volver, tiene todo el derecho de librarse de ellos violentamente. Entre otras cosas, porque la falta de vergüenza descalifica al hombre en la perpetua aspiración a ser honorable y honrado. Sobre el honor y la vergüenza: Se ha escrito tanto sobre este tema como sobre el familismo y la hospitalidad. O más: parece que son los temas predilectos de la moderna antropología social del área mediterránea. Y a veces, mucho me temo, se ha ido demasiado lejos, como si el honor fuera el valor cultural por excelencia, ligado al «machismo» y a la reclusión de las mujeres, etc. En cualquier caso, los conceptos y los términos griegos —aidos, time, filotimo— son ciertamente una constante a lo largo de los siglos, y también sus contenidos y condiciones de expresión. En conjunto, como observa Walcot, desde Homero hasta la actualidad, en Grecia «los hombres han de poseer las excelencias “competitivas”, y las mujeres las excelencias “cooperativas”, de aquí que la palabra aidos sea más bien aplicada a las mujeres» (p. 60). Aidos se usa aquí como «vergüenza», al menos en el sentido de moderación, freno, respeto, etc., y más especialmente como modestia y eclipsamiento de la sexualidad. La dicotomía, sin embargo, no es tan radical (honor: hombre/vergüenza: mujer), o no es tan simple. Por una parte, los hombres también han de poseer aidos, en el sentido de moderación y freno, y también como «sentido o miedo del fracaso»,[51] consciencia del juicio de los demás —«tened vergüenza los unos de los otros», dice Ayax a los griegos delante de Troya para animados al combate—, y como control de los propios excesos y prepotencia: el poderoso ha de ser consciente de que hay unos límites más allá de los cuales cae en el orgullo insensato, hubris, y él mismo se desacredita, concepto que está tan claro en Homero como entre los pastores Sarakatsani. Por otra parte, el filotimo, el honor, como el más clásico time, no es solamente una exaltación masculina, sino también la afirmación común del propio valor delante de todos, el «autorespeto», la «consideración» que merecemos de los demás,[52] y que es casi casi el valor supremo: «el filotimon es la única cosa que no envejece...; la cosa que más alegra el corazón», como dice Pericles en la famosa Oración Funeral (TUCÍDIDES, 2-44, 4), Y como suscribiría cualquier griego actual: «La fuerza sancionadora de la noción de una persona honorable es la propia consideración y vergüenza frente a su grupo. La autoconsideración se convierte, pues, en una necesidad interior con la obligación de identificarse con la imagen del yo ideal, una imagen ideal que es básicamente el estereotipo presentado por la sociedad.» (E. VLACHOS,[53] citado por McNALL, que concluye: «En la sociedad griega, la persona sin filotimo es realmente un hombre vacío.») Quiero decir, para terminar este tema, que estoy en gran parte de acuerdo con las interpretaciones económicas y sociológicas de la cuestión del honor-vergüenza mediterráneo.[54] Lo que aquí quería señalar, sin entrar en el problema, era simplemente una continuidad de temas y de conceptos que definen en gran medida la percepción moral de la posición del individuo en la sociedad..., y que en un país con más de quince siglos de cristianismo oficial, no corresponden precisamente a los fundamentos ideológicos del Evangelio. CONCLUSIONES A MITAD DE CAMINO: LA HISTORIA MAESTRA Y LOS SUCESIVOS NEOHELENISMOS Para el lector inteligente es obvio que todo lo que he escrito hasta aquí, no es más que una aproximación parcial, poco sistemática e incluso «impresionista», al tema de la continuidad de la cultura griega. Lo que pretendía, de todos modos, era precisamente eso: transmitir una «impresión» y, dentro de las limitaciones de un estudio parcial, transmitir también mi convencimiento sobre la realidad y la consistencia del hecho: mostrar, más que demostrar. Así pues, si esta continuidad se acepta, al menos en el nivel de la cultura «popular» —con todas las precauciones que haga falta—, solamente queda por hacer algún comentario sobre las continuidades en el nivel «culto», y sobre sus efectos y retroefectos. Porque el neohelenismo no es, como suele pensarse, un invento de los patriotas del siglo XIX, ni menos aún de las sociedades filhelénicas de los románticos ingleses: las reliquias de lord Byron que se conservan en el Ayuntamiento de Missolonghi no pasan de ser un souvenir emotivo. El neohelenismo, como intento «intelectual» de preservar o recuperar las glorias clásicas, tiene una historia... de casi veinte siglos. Ya en plena época romana los griegos, reducidos políticamente al estado de simple provincia del Imperio (y sin embargo en cierto modo privilegiados culturalmente: ¡son los romanos los que aprenden griego!), encuentran en su cultura clásica un instrumento de preservación de la conciencia nacional. El Helenismo es elevado a la categoría de un culto. Plutarco, por ejemplo, lo que pretende con sus Vidas Paralelas es demostrar a los lectores griegos que sus antepasados eran por lo menos tan gloriosos como los poderosos romanos. Y el mismo Plutarco, renunciando a una vida de honores y fama en la capital del Imperio, se vuelve a vivir a su pueblecito de Cheronea, ya hacer, él tan intelectual, de sacerdote de un santuario local.[55] Y recordemos también que la escuela filosófica de Atenas continuó abierta, enseñando y comentando los autores clásicos, hasta que fue suprimida en el 529 d.C. por orden de Justiniano (sin embargo, entre los siglos VII y IX todavía hay referencias de eclesiásticos occidentales que acuden a Atenas a estudiar los filósofos griegos...). O que el movimiento de los aticistas y de la «segunda sofística», en los siglos más sólidos del Imperio romano, se proponía —con éxito total, al menos, en la lengua literaria— volver a los modelos de los siglos V y IV a.C. O que incluso algunos de los grandes Padres de la Iglesia (Juan Crisóstomo, los Capadocios, Basilio el Grande, Gregario Nacianceno...) habían sido discípulos de los maestros paganos de Atenas. Y hacia el siglo V d.C., Sinesius de Cirene se proclamaba descendiente de los Heráclidas, se dedicaba a la caza y a la lucha, organizaba banquetes, «neoplatonizaba» con Hypatia como un buen caballero griego... y era obispo de Ptolemais.[56] No todos los obispos debieron llegara tales extremos neohelenizantes, supongo. Lo que es bien cierto, en todo caso, es que aparte de la manga ancha para dejar pasar o «adoptar» y bautizar todo tipo de prácticas y creencias paganas (¡si el mismo Dionysos se convierte simplemente en san Dionisio, con hojas de parra, vino, fiesta y leyenda incluidos!), la Iglesia conservó celosamente la lengua griega y el respeto por los antiguos autores. Y esto de la lengua y la literatura sí que es importante. Durante la larga época bizantina, aun con altos y bajos, la tradición clásica no llegó a perderse nunca. Tengamos en cuenta que en el Imperio de Oriente, a diferencia del de Occidente, no se desintegraron las ciudades ni la cultura urbana, y esto ayuda a explicar muchas cosas. Al menos entre las clases altas, continuó existiendo una sociedad educada y literaria, consciente de la herencia antigua, donde era habitual la lectura de las antologías de los clásicos, las citas áticas en la conversación culta... [57] Todo muy formal y puede que algo apergaminado,[58] pero la única tradición literaria vigente fue siempre la griega clásica: el latín desapareció muy pronto en Constantinopla, y la única lengua oficial volvió a ser el griego: el ático clásico, no el popular derivado de la koiné. El griego popular, aparte del folklore, aparece por ejemplo en las numerosas Vidas de Alejandro (el verdadero héroe nacional antiguo, sobre cuya vida todavía circulan historias en el folklore griego actual), y más adelante en los poemas épicos sobre Digenis Akritas, el héroe, igualmente revelador, de la resistencia bizantina contra los árabes. No es éste el lugar para extenderse sobre la revitalización de las letras clásicas durante la dinastía Macedonia (867-1057), y especialmente en tiempos de Constantino VII Porphyrogenito, con personajes como Psellos, Arethas o Choniates, veneradores sin límites de la cultura antigua, a pesar de su condición de eclesiásticos. Pero es especialmente durante el siglo XIII y desde la ciudad de Nicea, seguramente como reacción a las humillaciones impuestas por los «francos» y otros «latinos», cuando se produce la primera llamarada de nacionalismo griego consciente de serlo (griego, a diferencia de bizantino), con una fuerte carga de justificación histórica y cultural. Para el emperador Teodoro II Lascaris (1254-1258), el griego clásico, que escribía y hablaba, era «más valioso que la propia vida», y admiraba los monumentos antiguos, «que reflejan la gloria de nuestros antepasados» y hacen avergonzarse a sus descendientes. En el siglo XIII, escribe Vacalopoulos, «los líderes políticos e intelectuales del pueblo griego miraban la civilización clásica como la expresión ideal de su individualidad nacional, y aun se identificaban con ella, por tanto, más estrechamente».[59] Poco pudo durar la expresión política de este nuevo nacionalismo, porque cien años más tarde los turcos ya acampaban por media Grecia, y en 1453 entraban en Constantinopla, donde ya «sólo quedaban tres o cuatro personas que se ocuparan de estudiar a Aristóteles»:[60] a mí, en aquellas condiciones, ¡tres o cuatro todavía me parecen muchos! El caso es que, después de la caída de Constantinopla, no todos los «sabios» griegos emigraron a Italia a fundar cenáculos neoplatónicos. Los turcos tenían necesidad de administradores educados, y éstos eran casi inevitablemente griegos: bajo el sistema del millet (administración separada, por comunidades religiosas), los funcionarios griegos no solamente cubrieron las misiones políticas y económicas del caso, sino que originaron una nueva burguesía urbana, e incluso —especialmente en el barrio del Phanar de Estambul, residencia del Patriarcada— una especie de aristocratie de robe. Aquí, entre el grupo de los phanariotes y asimilados, y en parte entre el estamento comercial, se encontrarán no sólo los intelectuales y escritores en lengua ática pura, sino —paradójicamente, teniendo en cuenta su condición dentro del Imperio Otomano— también los ideólogos del nacionalismo griego antiturco, los conspiradores de las nuevas Hetairiai y los propulsores de la Gran Idea de restauración panhelénica. Mientras tanto, la Iglesia había hecho incesantemente lo que ahora llamaríamos «trabajo de base»: mantenimiento de la identidad griego=cristiano contra turco=musulmán (recordemos que la Iglesia griega es, estrictamente, una Iglesia nacional), y preservación de la lengua, tanto a través de la liturgia, los textos sagrados y la predicación, como a través de las escuelas parroquiales, con frecuencia perseguidas y clandestinas, que de hecho fueron durante siglos las únicas escuelas existentes.[61] La recuperación consciente de la tradición clásica no ha sido ningún fenómeno superficial ni anecdótico, sino un proceso repetido y apasionante. Prueba de ello es, por ejemplo, el conflicto lingüístico siempre politizado y a menudo violento[62] entre los defensores del griego popular —demotikí— y los de la lengua aticista y purificada —katharevusa—, que dura desde la reforma gramatical de Adamantios Korais (primeros del siglo XIX) hasta nuestros días.[63] El pobre niño griego que va a la escuela, nunca sabe muy bien si ha de hablar más o menos como hablaba Demóstenes o como hablan su padre y su madre, o una cosa intermedia; y lo que le enseñan sobre el particular puede variar según los sucesivos ministerios de Educación: la tensión entre el pasado y el presente, entre lo «popular» y lo «culto», está cada día viva en las escuelas. Y en toda la enseñanza hasta la Universidad, en los diarios y en la televisión. Y en las cerámicas y mármoles que se desentierran por aquí y por allá en el país, y que convence todavía más a los campesinos de que, como dicen el maestro y el secretario, Milessi, o el pueblecito que sea, fue fundado efectivamente por los griegos antiguos (cosa que con frecuencia no es cierta, pero da igual). Como está presente el pasado en el barquero que le mostraba a S. Zotos la boca de la cueva donde se encuentra la auténtica entrada al Hades, sin atreverse a acercar la barca, de puro miedo,[64] o en la mujer que explicaba a los Blum[65] la historia del pobre muchacho que sin saberlo mató a su padre y se casó con su madre la reina, y que «está enterrado aquí cerca», como resultó que les había explicado el señor maestro en una excursión. El adoctrinamiento histórico, la difusión de la ideología continuista, es la constante invariable de la educación nacional, no únicamente escolar,[66] de los griegos desde hace ciento cincuenta años. Y parece que el éxito de la empresa ha sido total. Pero, a pesar de la parte de artificiosidad y de manipulación que estas empresas inevitablemente tienen, ¿el éxito habría sido el mismo sin la existencia de una básica y verdadera continuidad? No lo puedo asegurar. En todo caso, si todo lo que he dicho antes, más lo que queda sobreentendido, más lo que no he tenido ocasión de decir, es falso o fantástico, entonces el éxito incuestionable del neohelenismo contemporáneo habrá sido una de las más espectaculares y triunfantes estafas colectivas de la historia. Esto, sin embargo, habría que preguntárselo a los mismos griegos..., si es que alguien se atreve a correr tal riesgo. [Notas] 1.
Sobre la supervivencia del helenismo, cf. Moses HADAS, Aspects of
Nationalist Survival under Hellenistic and Roman Imperialism, «Journal of
the History of Ideas», vol. XI, núm. 2, 1950. [text] Vivir y hacer historia. Estudios desde la antropología social [Presentación] No quisiera que el posible lector sea inducido a engaño por el título de este volumen o por sus posibles apariencias. Lo que en él puede encontrar es tan sólo —no sé si es poco o es mucho— un conjunto, espero que coherente, de trabajos en apariencia dispersos. Dispersos en el tiempo, ciertamente que lo son, pues han sido producidos a lo largo de un período de diez años más o menos: obra de la década pasada. Dispersos en la intención que los produjo, cada uno en su tiempo y lugar, creo, sin embargo, que no. Y quizá tampoco en unos cuantos conceptos y temas básicos que están en el fondo de todos ellos: cosas como el propósito de aclarar un poco algunas de las formas que el llamado «cambio social» (la historia presente y en acción, si es que esto puede decirse) reviste en la sociedad rural, y en una sociedad rural que directamente conozco; como la convicción de que si hemos de entender estas «historias vivas» y de ahora, llámense clases sociales en movimiento, manejos matrimoniales o fiestas en la calle, hay que acudir una y otra vez —o quizás una vez, y basta— a los cimientos, por otra parte bien poco estables, en que toda sociedad descansa; aunque con su grano de sal: los «cimientos» explican lo que pueden explicar, pero no más. La perspectiva histórica, el propósito de ver las cosas sociales en movimiento, es pues lo que más tienen en común los trabajos que aquí se reúnen. La primera parte se inicia con un planteamiento general introductorio y continúa con cuatro estudios sobre la sociedad rural valenciana: en ellos podrá verse algo de los conceptos iniciales aplicados al análisis de fenómenos concretos, aparte del interés que éstos puedan tener por sí mismos. En todo caso, las ideas del primer capítulo sirvieron para los cuatro que le siguen. Aunque si los hubiera de volver a escribir, uno y otros, seguramente no los escribiría de la misma manera, ni acudiendo solamente a las mismas fuentes y referencias. Y la segunda parte, donde un tanto paradójicamente se «enfrentan» dos enfoques opuestos de la perspectiva histórica: uno es el intento de animar, de ver en movimiento, una pequeña comunidad muy local, en una época limitada y a través de un documento muy concreto; y el otro, el propósito de ver precisamente lo que no ha cambiado, lo que haya habido de constante en una sociedad más amplia y a lo largo de muchísimos siglos. Se da la coincidencia, además, de que estos capítulos I y II de la segunda parte han sido el primero y el último en ser escritos: van unos diez años entre ellos. He querido resistir la tentación, a que aludía antes, de «volver a escribir» cosas: salvo muy ligeros retoques, cuestiones sobre todo de redacción o de traducción, los textos van como originalmente fueron escritos. Con el paso de los años, uno llega a creerse que se va haciendo más listo y más experto, y que lo que hizo tanto o cuanto tiempo antes, ahora lo haría con certeza mucho mejor. Quizás, aunque no estoy nada seguro. Pero lo hecho, hecho queda, para lo que pueda servir. Castelló, enero de 1980 Vivir y hacer historia. Estudios desde la antropología social (1980) Sumario PRIMERA PARTE I. Sociedad rural y cambio social: notas para un planteamiento ... 11 II. Propiedad de la tierra y estratificación en una sociedad agraria tradicional ... 29
Distribución de la propiedad y formas de explotación: tipos y zonas 30 III. Sobre movilidad social y conciencia de clase en las comunidades rurales ... 49
Cambios demográficos y estratificación 49 IV. La estrategia matrimonial: un difícil equilibrio ... 73
La presión sobre la tierra 74 V. El pueblo, el toro y «los que van por delante» ... 105 Bibliografía de la primera parte ... 129 SEGUNDA PARTE I. «Establiments» del Boixar: análisis sociológico de una aldea medieval ... 133
El texto 134 II. De cómo se puede ser griego durante treinta siglos ... 169
Aspectos del problema y puntos de vista 172
Joan Àlvarez: “Un
análisis de la sociedad valenciana” |
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