"San Vicente era como una estrella del rock"

La Vanguardia · La contra | 19-09-2002

 

 

 

 

VÍCTOR-M. AMELA

     —Publicó usted hace poco un fascinante libro sobre los Borja...

     —¿“Borja Papa”? Novelé la peripecia de un valenciano extraordinario, Roderic Borja, que sería Papa como Alejandro VI (1492-1503)...

     —... y ahora sale con otro libro sobre otro valenciano notable, san Vicente Ferrer.

     —¡El valenciano más internacional y popular de todos los tiempos, sin discusión!

     —¿Más que los Borja?

     —Más popular, seguro que sí. Por cierto, Vicente Ferrer trató al joven Alfons Borja (tío de Roderic), a quien se cuenta que un día le soltó: “Tú serás Papa y a mí me harás santo”.

     —¿Y?

     —Alfons Borja fue Papa como Calixto III, y canonizó a Vicente Ferrer en 1455.

     —¡Ah, qué tiempos aquellos en que los valencianos señoreaban la pomada internacional!

     —Uno siente algo de añoranza histórica, es verdad... La lengua del Vaticano era el valenciano, que se usaba en la correspondencia internacional... Los valencianos pesaban muchísimo en términos culturales y de política exterior en la casa real de Aragón.

     —Ajá... ¿Y cuál es hoy el peso valenciano?

     —Indescriptible... Hay individualidades, sí, pero el conjunto es triste y conflictivo.

     —¿Por qué?

     —Porque se fomenta una cultura de espectáculo y escaparate, de infraestructuras llamativas, en vez de fomentar la producción cultural y la educación.

     —Volvamos a san Vicente Ferrer: ¿por qué es históricamente un personaje especial?

     —Porque predicó por toda Europa occidental atrayendo a multitudes, porque medió entre nobles, reyes y papas, porque se le atribuyen cientos de milagros, porque generó docenas de leyendas que todavía se relatan...

     —¿Y en qué época sucedió todo eso?

     —Vicente Ferrer nació en la calle del Mar de Valencia en 1350; hijo de notario, tuvo una elevada formación teológica, filosófica y jurídica, se hizo dominico, dio clases y, en 1399, tras tener una visión de Jesucristo, comenzó a predicar de forma itinerante. No se detuvo ni solo día durante los siguientes 20 años, hasta 1419, cuando la muerte le llegó en un pueblecito de Bretaña, Vannes.

     —¿Y qué explicaba en sus predicaciones?

     —Que el mundo se acababa. Que la gente debía enderezar su vida, ya que el juicio final estaba a la vuelta de la esquina.

     —¿En qué se basaba?

     —Tuvo una visión en la que Dios le señalaba como su “ánggelos” (enviado) para la Revelación (“Apocalipsis”, en griego): él estaba convencido, pues, de ser el Ángel del Apocalipsis. ¡Por tanto, él mismo pasaba a ser una prueba más del cercano fin de los tiempos!

     —¿Y la gente le creía?

     —Las epidemias de peste habían matado a un tercio de la población en muchos sitios, había tremendas hambrunas, se sucedían las guerras... Cundía el desconcierto, todo parecían señales. ¿Cómo no iban a creerle? ¡Escuchándole hablar del infierno, la gente lloraba, se asustaba, se arrepentía, se estremecía!

     —¿Tan bueno era predicando?

     —Combinaba su sapiencia con un lenguaje llano y directo, ¡y también él lloraba!

     —Un actorazo.

     —Un comunicador, un seductor de masas. Su llegada a una ciudad era anunciada con antelación y la muchedumbre se arremolinaba para verle y oírle.

     —Me lo describe casi como un astro de la canción en plena gira...

     —Era como hoy una estrella del rock, sí... A todos lados le seguían unas 300 personas...

     —Los “groupies”...

     —...y hay testimonios de que a veces tenía que circular por la calle circundado por tablones con los que un grupo de tipos fornidos le protegía, para que las masas fervorosas no le aplastasen. Todos querían tocarle.

     —¿De cuánta gente hablamos?

     —En Barcelona, en 1409, 25.000 personas, que era tanto como toda la población de la ciudad. Eso sí, los judíos estaban obligados a escucharle, so pena de fuerte multa. Su conversión era señal también del fin de los tiempos, y ciertamente muchos se convertían.

     —Sensatamente, dado el ambiente, ¿no?

     —Desde luego. En fin: ¡Vicente Ferrer es, en toda la historia de la humanidad, el hombre que ha influido directamente sobre más conciencias, que a más gente ha hablado!

     —No olvide a Juan Pablo II...

  

     —“Directamente”, digo: sin televisión, vaya. San Vicente Ferrer habló a cientos de miles de personas: por toda la península Ibérica, por toda Francia e Italia, y todo sin “mass media”, sin aviones, sin coches ni carreteras... A pie y en burro. Y sin megafonía.

     —¿Y le entendían en todas partes?

     —¡Sí! Se dijo que el Espíritu Santo obraba el milagro: fray Vicente hablaba en valenciano y todos le entendían. Es que él mezclaba mucho léxico de cada zona en la que estaba.

     —Decía que reyes y papas le escuchaban...

     —Sí. Logró que varios reyes apoyasen al papa Luna (y al final, al revés, hizo que le retirasen los apoyos). Y, en el compromiso de Caspe, influyó a favor de Fernando de Antequera, que ganó así el trono de Aragón.

     —Me decía que se le atribuían milagros.

     —¡Unos 800! Virgen aparte, es el “number one”. ¡Eso es un santo, y no como ahora, que van a hacer santo a Escrivá de Balaguer con un solo milagrito: curar un eccema, bah!

     —Cuénteme alguno del santo valenciano.

     —Volaba: hoy estaba en un sitio, mañana en otro a cientos de kilómetros. En Salamanca resucitó a un muerto (que ratificó que fray Vicente era el enviado de Dios, y luego volvió a morirse). En Morella recompuso a un niño cuya pobre madre había troceado y guisado para darle algo de comer al santo...

 

 

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