El
País [Cataluña] | 14-10-2002 LA CRÓNICA El
ángel del Apocalipsis FERRAN ESCODA Siempre hablamos de los conversos como de
'ellos' en lugar de 'nosotros', cuando la gran mayoría somos sus descendientes Mi
abuela, mujer devota y de recursos narrativos, me relataba un milagro de san
Vicente Ferrer. Contaba ella que estando el santo valenciano de estudiante en
Barcelona y habiendo realizado multitud de milagros, fue llamado al orden por
el prior del convento, quien lo conminó a dejar de hacer tantos milagros para
evitar tumultos y excesos. El futuro santo acató la orden y continuó con su
prédica barcelonesa, pero renunciando a la promoción taumatúrgica. En éstas se
hallaba, caminando por la ciudad, cuando un albañil cayó de un andamio y se
precipitó al vacío. El desafortunado currante gritó un desesperado
socorro que impulsó a Vicente a actuar. Elevó su brazo determinante y frenó la
caída de aquel hombre: 'Espera', le dijo, 'que voy a pedir permiso', y abandonó
al infeliz suspendido en el aire, a medio camino del trompazo final. Vicente se
fue al convento y rogó el permiso para finalizar el milagro que tenía a medias,
permiso que le fue concedido. El santo regresó, y con un ligero movimiento
consiguió descender al accidentado y colocarlo suavemente en la calzada, como
si el tropiezo no hubiera existido. En este punto, mi abuela me administraba un
calbot y yo volvía a mis tebeos de superhéroes henchido de orgullo
cristiano. Con el tiempo y el reconocimiento, Vicente fue nombrado patrono del
ramo de la construcción, especialidad en permanente peligro laboral.
Los milagros de Vicente Ferrer son uno de
los grandes fenómenos que la cristiandad ha aportado a la historia de la
humanidad. En vida su popularidad fue exorbitante y su santidad posterior se
vio aumentada por la devoción y la leyenda. La editorial Bromera en catalán y
Agbar en castellano han publicado San Vicente Ferrer. Vida y leyenda de un
predicador, del escritor, antropólogo y profesor Joan Francesc Mira.
Lujosamente editado, el libro nos acerca a la inconmensurable figura de un
hombre que va más allá del santoral. Mira explica, desde una distancia laica y
una curiosidad de compatriota, la vida de 'mestre Vicent'. Con una prosa
efectiva desmenuza la leyenda de la historia, para afirmar que el santo europeo
de Valencia es tan fascinante y extraordinario como su propio mito. El valenciano fue un orador arrollador,
pero también un hábil político, un mediador efectivo en los conflictos, un
hombre de paz, reclamado en todas partes por sus dotes de persuasión. Tal era
su capacidad de convicción que en sus sermones incluso los rabinos caían de
rodillas fulminados de cristianismo. Aunque los conversos voluntarios lo eran
fundamentalmente para evitarse la administración forzosa del sacramento por la
masa enfervorecida; moros y judíos veían la luz de la cristiandad de forma
súbita como un modo de supervivencia. Siempre hablamos de los conversos como de
'ellos' en lugar de 'nosotros', cuando en realidad la gran mayoría somos sus
descendientes. La historia siempre nos los presenta como los otros, los
incorporados a la cristiandad unificadora. Sin embargo, nuestros apellidos nos
delatan, como una divisa secreta. Quizá si nos reconociésemos en esa conversión
pretérita veríamos de otra manera las cosas y, sobre todo, a las personas. La Europa de Vicente Ferrer es la de la segunda
mitad del siglo XIV y el primer tercio del XV, una Europa agotada por la Peste
Negra, donde la mayoría cristiana vivía asustada y todo se interpretaba como un
símbolo de la traca final. En la histeria y el pánico de una sociedad diezmada
por la enfermedad, se erigía Vicente como ángel del Apocalipsis, como pico de
oro del fin del mundo. Ejemplo de virtud consciente, conformada y guerrera,
Vicente Ferrer escenificó y verbalizó la destrucción total de la humanidad, y
lo hizo ante miles de europeos que lo escuchaban enganchados al temor de Dios. Contemporáneo de Fra Angélico, dominico y
apocalíptico como él, Vicentet fue un comunicador nato. Era partidario de matar
judíos, pero no con la daga, sino con la palabra, cosa que vista de lejos no
está tan mal. La palabra como única arma autorizada no es mal presupuesto. El
santo tenía el don de lenguas, hablaba en vulgare cathalonico y le
entendían en todas partes. ¡Qué tiempos! Los sermones vicentinos tenían un público
enorme, hoy llenarían estadios , pero hay que confesar que el personal no
cristiano debía pagar una multa si no asistía a los mítines. Así que pasaban
lista y aquello debía de ser el nunca acabar de la adhesión inquebrantable, un
exitazo. Exceptuando a la Virgen María, nadie supera
a san Vicente en capacidad milagrosa, encabeza la clasificación de los
taumaturgos con todo merecimiento. Y no parece que vaya a perder el puesto,
porque los tiempos actuales son puntillosamente científicos y la Iglesia ya no
santifica con aquella alegría. Para el clero de hoy el milagro se circunscribe
a su propia existencia. Nuestro santo se hizo con reyes y papas,
pero jamás buscó cargos ni poder. Su vida, a medida que avanzaba, se fue
inclinando hacia la predicación. Viajaba a lomos de un burro y tenía una agenda
repleta de compromisos. Intolerante convencido de la existencia del bien y del
mal, falleció en Vannes, en la Bretaña, exhausto de proclamar la inminencia del
Juicio Final. |
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