Diario
de Valencia |
21.06.1981 La aventura intelectual de Joan
Francesc Mira Amadeu Fabregat
Joan Francesc Mira i Casterà fue
concebido el año mismísimo de la victoria, pocas jornadas después,
probablemente, de la «incierta gloria» de aquel dia de abril. De modo que el
Turia de plata, el cielo turquesa y el sol valenciano los vio por primera vez,
el bebé Quico, en diciembre de 1939. Creció, como tantos otros, entre la
estética de racionamiento y los sadismos y las labores propias de aquella
infancia. Luego, con unos añitos más, el joven Quico tomaba cada mañana el
número 20, un tranvía casi de juguete que lo llevaba desde el corazón de
l’Horta hasta los Escolapios del barrio de las putas. Allí, recurso muy propio
de la época, años de seminario, especie de purgatorio que acogió en su seno
—repasen la lista— al cincuenta por ciento de las lumbreras nacionales y algo
así lo mismo de las autoridades civiles de esta democracia de ahora y de la
orgánica anterior. En los Escolapios se formó la primera corteza cerebral del
joven Mira. Aprendió el griego que después le valdría una cátedra alimenticia
en Castelló de la Plana. Y se le formaron también los surcos aristotélicos, y ese sabor
entre el santo Agustín y Tomás de Aquino que cualquier Sherlock Holmes de pacotilla detectaría en las páginas de su
última novela, un respetabilisimo
volumen nominado El desig dels
dies que acaba de sacar Tres i Quatre
Editorial. Un cierto sentido pedagógico, una
inclinación irremediable a la claridad, a los argumentos transparentes, al
diálogo sentado sobre premisas a su vez muy asentadas ellas, una tendencia casi viciosa a la precisión, el método... todo esto debió adquirirlo Joan Francesc Mira en las aulas de los curas ilustrados de su
juventud. Porque después, con el
clásico abandono de sotanas y chiringuitos
teológicos, que tan bien ha surtido a los cuadros más selectos de esta sociedad, vino lo de Italia, año y medio allí, con novia autóctona, la primera, dice, y los auto-stop
por Europa, algún verano en Alemania, ejercicios preparatorios, todos
ellos, para la épica doméstica de los
sesenta, cuando ya en la Universidad Valentina hace migas con los Eliseu
Climent, Alfons Cucó, Lluís Aracil, Rafa Ninyoles, Josep Vicent Marqués, Mario
García, Ramon Pelejero, Enric Solà... cuando el País Valenciano se les reveló a todos ellos como el reino de este mundo, que no
el Antiguo Reino, con la súbita aparición del arcángel nacionalista y
cuatribarrado que puso perdida de alquitrán,
en noche oscura del alma y de parlem
valencià, los muros más venerables de la patria esta. Y la épica casolana debió de vivirla ya, el joven Mira, pensando quizás que años más tarde,
al cabo de veinte, habría
de escribir la crónica de su tiempo, este desig dels dies de ahora, su mejor novela, un
espléndido vómito technicolor
de casi cuatrocientas páginas. Claro que después del período fundacional vendría la cátedra en el institulo de Castelló, la boda con Pilar, un paseo
por Oxford en busca del último antropólogo,
alguna visitas a París,
al Laboratoire de Lévi-Strauss, otras al Centro de Viena y a los congresos propios del investigador
especializado,
para empezar, en el futuro de las comunidades rurales. La faz poliédrica del
cátedro Mira se vería ampliada con la llegada del Quico novelista, sin contar con
sus oficios de conferenciante a domicilio, predicando el País Valenciano a todos los posibles
infieles de hasta la última
comarca, escribiendo panfletos o redactando proclamas, apostando por sus convicciones. No contento con tan vasta
pluralidad, se declaró vulnerable, Joan F. Mira, a la tentación política de las primeras urnas democráticas. Su
partido, el PSPV, lo presentó como senador por Castelló. Antes, cómo no, había asistido ya a
la fundación del primitivo —casi un naif, visto desde hoy—Partit Socialista Valencià. La próxima estación sería América, la del
Norte, claro, en donde pasa un año con Pilar y con los niños, recorriendo bibliotecas, investigando en lo suyo y dando de comer a las ardillas de los parques de Princeton. A todo eso, había
publicado ya, y seguía publicando, los libros más diversos, siempre con el denominador común de este sexto
sentido del trabajo bien acabado, casi
artesanal, que Mira pone en todo lo suyo. Tanto
si se trata de los textos de divulgación como la Introducció a un
País, el primer volumen general y de síntesis sobre los Países Catalanes, o el Som, un best-seller, con más de cuarenta mil
ejemplares vendidos, como de los
títulos estrictamente antropológicos: Un estudi d’antropologia social
al País Valencià, Els valencians
i la terra, Vivir
y hacer historia... Y luego, quizá su obra más querida, las novelas: El bou de foc,
finalista de un Josep Pla, Els cucs de seda, Premi Octubre de novela, y su último título, por ahora, El desig dels dies. —¿Cómo
consigues combinar toda esa vorágine de trabajos? ¿Cuántos Joan Francesc Mira conviven en ti? —Lo
consigo sin reflexionar sobre ello. Sabiendo que existen, por lo menos, tres Joan F. Mira. El de los tinglados
cívico-culturales
del fer país, el investigador y el novelista. Pero esas tres caras se
resumen después,
como los diez mandamientos, en un solo rostro: amarás a Dios sobre todas las cosas. —¿Y
quién o qué es, en este caso, tu Dios? —Mi Dios es este puñetero reino, país, región, kábila, tribu o como quieras llamarlo y en el cual considero —a veces— que he tenido la desgracia de nacer. Mis trabajos y mis días están condicionados por las necesidades del País Valenciano. ¡Es la gran putada de ser eso que llaman «un intelectual comprometido»! —¿Y
eso es un «handicap», o te lo tomas como un estímulo? —Es un handicap en cuanto a la libertad de
elección de las cosas que uno hace. Y
es un estímulo en el sentido de que este gran condicionante te obliga a estar siempre en movimiento. Sin este «Dios», pues yo me habría dedicado mucho más
a la literatura. Y habría hecho, además, otro tipo de novela, más libre, menos sujeta a los efectos que pensaba que tal o cual libro podría producir. —El
nacionalismo —la palabra no me gusta, pero no encuentro otra de momento—, ¿no reduce y simplifica la visión del mundo? —La
palabra «nacionalismo» es un comodín, una palabra-etiqueta que cada cual pega a su conveniencia allá
donde mejor le
parece. Por eso es normal que todo acabe produciendo un cansancio, un aburrimiento... Pero el
nacionalismo, al menos
tal y como lo entiendo, no reduce la visión del mundo sino que, pienso yo, es la única ventana abierta al mundo. —Pero
tú mismo admites que todos tus trabajos como investigador, y hasta tus novelas, están condicionados por tu
actitud
cívica, por tu nacionalismo... —Ah,
porque vivo en un país que vive a su vez en una situación totalmente anómala. Lo ideal sería vivir en una
sociedad integrada, sin un conflicto básico y radical en su misma raíz. De
forma que tu integración
en esa sociedad no tuviera que pasar necesariamente por tu inserción en la dinámica interna de ese conflicto.
Porque es entonces, como ahora sucede en el País Valenciano, cuando la situación
se vuelve
incómoda y hasta fastidiosa. Y eso lo digo también en El desig dels dies, que lo ideal hubiera sido, no sé, ser
holandés, o de
cualquier otro país en donde la identidad colectiva, como tal o cual grupo humano que
tiene estas o aquellas características, no es discutida ni crea problemas. Pero la especie humana, y este es un
factor
universal, necesita pertenecer a una comunidad que le proporcione al individuo su marco de referencia, un
contexto a partir del cual poder definirse. Y esta es tu ventana abierta al mundo. Por eso el nacionalismo no es limitador. Lo que
ocurre es que todos desearíamos ser homo nacionalis, simplemente, sin necesidad de tener que militar en el
nacionalismo, pero las
circunstancias se imponen. —Lo
que argumentas es como decir que el nacionalismo es la búsqueda de la integración en la colectividad y de la estabilidad psíquica individual. —Acepto
lo de la integración, pero no el sentido de «alienación», o de «falta de criticismo». Por lo demás, esa
estabilidad es
necesaria. Una persona no se define delante del mundo de forma estrictamente individual. No puede decir yo soy yo
y punto. Es
que, por más que uno quisiera, sería imposible. —¿Y no se puede ser un «outsider»? —Claro,
pero entonces estamos en lo mismo. Porque el outsider es el que se queda fuera de un contexto que sabe o
que no
sabe cómo es. Por eso sigue definiéndose, mal que le pese, con relación a. Además, el outsider lleva dentro toda una carga cultural, en el sentido
amplio, de la cual
le va a ser muy difícil, por no decir imposible, desprenderse. Pero es que dejando a un lado los casos concretos,
de personas
que tienen la capacidad suficiente para cambiar de marco de referencia o para ponerse fuera, la gente necesita pensarse como algo, como que es alguna
cosa y de alguna parte. —¿Crees
que el nacionalismo puede tener algo que ver con el complejo de Edipo? —¡Pero
qué preguntas me haces! No, no lo creo. Son dos contextos muy diferentes. Aunque en
el nacionalismo se usa mucho el recurso metafórico de la terminología
familiar. Unos países hablan de la madre patria y otros del padre patria, del father land. Pero en general las transposiciones van más referidas a la madre
que al padre,
hay más elemento femenino que no masculino... —Sí,
como aquello de «la
patria
valencianaaaaa
s’empara baix
ton
mant...». —Exacto,
exacto. A la patria se la pinta como madre, en general, que nos ha parido, que nos alimenta... —Será
por eso que no hay nacionalismo sin su Virgen correspondiente, desde Polonia a
Cataluña. —Bueno, lo de las marededeus, el matronazgo, podríamos decir, funciona
en todo el
mundo católico meridional como elemento simbólico identificador de mitos colectivos. Y no sólo a escala
nacional, sino
también de barrio, pueblo, comarca o región. Hasta se producen conflictos internos cuando dos marededeus aspiran a representar a una misma comunidad. En
Vila
Real, por ejemplo, es la guerra entre las rosarieras y las purisimeras. Y lo mismo ocurre en Alzira,
entre los partidarios de la de la
Murta y los de la del Lluc. Cuando no
hay una sola virgen que monopolice el
conjunto, entonces aparecen las pugnas
y las rivalidades. Y es que una colectividad
necesita de símbolos que la representen.
Y un símbolo puede ser cualquier
cosa: un pedazo de tela, una música,
unos nombres, una ermita, un monumento
arquitectónico... Porque la gente es menos racional de lo que parece y a pesar de la industrialización, de los mass media, de todo
eso, la representación simbólica
continúa siendo una necesidad de primer
orden en las sociedades de hoy. La humanidad,
en eso, sigue estando como en los
albores del hombre. Por eso digo siempre
que los conflictos de símbolos, en el País Valenciano, son la expresión concreta
de un fenómeno generalizado a lo largo
de toda la historia humana. —¿Y cómo se resuelven, genéricamente,
esos conflictos? —No
hay recetas genéricas. Lo único claro es que resulta imposible que dos símbolos distintos puedan convivir
sin conflicto
cuando cada uno de ellos pretende ser el único integrador del conjunto. Porque el conjunto de esa
colectividad necesita
expresarse con una sola serie simbólica. No con un solo símbolo, pero sí con varios que sean coherentes entre
ellos mismos. Es
decir, si hablamos de Vírgenes, ha de haber una sola. Y lo mismo ocurre con la bandera. A diversos
niveles, pueden
coexistir, pero si aspiran unos y otros a jugar el mismo papel, eso es insostenible. —Como
ahora. —Sí,
sí, como ahora. Lo que ocurre es que no hay conflictos permanentes, en el sentido de la duración en el tiempo.
Los conflictos
de este tipo acaban siempre por resolverse: uno de los dos símbolos en litigio —o de las dos series simbólicas—
acaba
convirtiéndose en el símbolo dominante. Y ocurrirá así con el símbolo que use
y propague,
y acabe imponiendo, el grupo dominante. —Es decir, que los símbolos dominantes son los símbolos del grupo
dominante. —Acaban
siéndolo. El poder acaba imponiendo sus símbolos, y se expresa
además a
través de ellos. —Tú vives en Castelló y tienes una visión más serena de estos temas. En tu año americano, ¿reflexionaste sobre
ellos? ¿Se te cambió la perspectiva? —No,
no, no cambié de opinión ni de convicción. Si acaso, completé el bagaje teórico para
explicarlos. —¿Y
vitalmente? —Vitalmente
era algo muy ambiguo, muy
ambivalente. Yo y mi familia vivíamos allí en un contexto óptimo, pero el cordón umbilical no llegó a romperse nunca y la sensación de provisionalidad era constante, sabiendo que estaba allí para almacenar conocimientos y
experiencias que, a mi vuelta, debería de aprovechar. —Los
intelectuales valencianos, ¿han reflexionado alguna vez, con seriedad y con serenidad, sobre la globalidad de
lo que aquí está ocurriendo? —Pienso
que no, que nadie lo ha hecho. Pero es que esa reflexión es muy,
difícil hacerla desde dentro. Y, aunque algunos se escandalicen,
creo que debería de hacerla
alguien desde
fuera. La gente de mi generación, pongo por caso, en
donde hay
personas muy preparadas, ha vivido y ha protagonizado incluso esos conflictos, y eso complica las cosas. Porque
somos parte
interesada, una de las partes, en definitiva. Y la persona que realizara esta
investigación debería ponerse también en el cerebro de los otros. Y partir de la base de que, para ellos, su actitud es
también razonable
y lógica. —Claro,
claro, por más que nos neguemos a reconocerlo. Ellos tienen también su lógica... —Visto
fríamente, desde la óptica de un hipotético investigador, cuando uno analiza un conflicto entre dos
partes, no se trata de saber quién lleva la razón, sino de interpretar las razones de unos y de otros, los marcos en los que ese
conflicto se desarrolla, el tipo de fuerzas que expresa... Porque es muy fácil, desde un bando
o desde el otro, decir, bueno, yo tengo razón y los otros son unos hijos de
puta y están
locos, y el otro pues lo mismo, yo tengo razón y los demás son unos vendidos y unos traidores... Y, bueno,
este tipo de
relación en plan de exabrupto no explica nada, ni comunica nada. Eso no son argumentos: son armas que cada uno
lanza sobre
la cabeza del contrario... Y yo no creo que, por principio, la aceptación mutua tenga que
ser eternamente imposible entre los dos bandos, pero el hecho es que el
diálogo, en términos racionales, no se ha producido aún. —La
ignorancia mutua, ¿complica y prolonga el conflicto? —Evidentemente.
Aquí hay dos bandos —por usar la terminologia agresiva que produce la situación misma— que quieren ocupar el mismo terreno. Y
este terreno
no es compartible.
Entonces,
el único contacto existente es el contacto hostil. Los que estamos en un bando
tendemos a
ignorar que los otros segregan también ideología, que difunden sus ideas y su interpretación de los hechos
y de la historia,
que se autoconvencen entre ellos con una gran facilidad... Y lo mismo, pero al revés. Aunque puedo afirmar
fríamente que
en «mi bando» se dan unos niveles intelectuales y de rigor metodológico mucho más consistentes. Pero la
incomunicacion
mutua explica que ellos no lleguen a captar estas cualidades, y que nosotros no valoremos su capacidad
de convencimiento
y arrastre. Porque la forma como ellos explican los hechos, con esa autoexaltación, con
esa autoelevación del grupo por
encima de todos los demás, pues todo
eso puede resultar más satisfactorio,
para algunos, que el rigor metodológico y crítico. Es más fácil difundir una información sin valoraciones críticas, sin que plantee dudas. Y nosotros ignoramos ese tipo de difusión de las ideas. Y
encima la menospreciamos. —¿Crees
que el País Valenciano avanza hacia la hecatombe interna, o piensas que se trata de
una pugna entre dos grupos
que no representan a la mayoría? —Lo
que no veo es una perspectiva inmediata de sentarse todos en la misma mesa y negociar una solución. Porque
la situación real es de guerra civil ideológica. Aunque no en todo el País Valenciano,
ni mucho
menos. Ni los unos ni los otros arrastran cada uno de ellos a la mitad de los valencianos. Los convencidos de
cada bando no
son la mayoría de la gente, que tiene unas ideas muy vagas y que no entra en esta guerra. Claro que la
posibilidad de un
arreglo existiría si fuera factible repartirse el territorio. Pero no es así,
y cada bando se
presenta como el valedor del conjunto. —Los
unos podrían ocupar el País y los otros quedarse con el Reino. —...Bueno,
se podría intentar un arreglo en base a que cada cual cediera un poco de su parte, pero hay intereses
políticos que
imposibilitan este tipo de solución. —Creo
que la esencia del conflicto reside precisamente en el hecho de impedir que los unos y los otros puedan
sentarse en
la misma mesa... —Quizás
existen, en algún lugar, personas o instituciones interesadas en que no podamos sentarnos, todos juntos,
en la misma
mesa, para que este país no se pacifique, para que los verdaderos problemas no afloren
con fuerza en la plaza pública.
En ese lugar están convencidos de que en el momento mismo que el País
Valenciano se pacificara, pues
habría unos argumentos más sólidos, más
rigurosos,
que acabarían imponiéndose. En un estado de paz cívica, de no considerar que aquellos
que no piensan como tú son tus enemigos, en ese estado de paz acabaría
imponiéndose la razón. —Tu última
novela, «El desig dels dies», es seguramente la novela más «río» escrita aquí en los últimos años... —Bueno,
yo no la veo como un río. Yo diría que es una catedral o una barraca, según la valoración del lector. Como
una construcción
que tiene una estructura y en la que cada elemento está pensado para estar donde está, para representar
algo. —Barraca
o catedral... ¿Por qué no una
falla? —No,
no, una falla no. Porque es una novela en la que uno podría vivir, porque representa el intento de vivir dentro
de algo, de
construir algo para vivir. —Llámese
reino, región, país, tribu o kábila, claro. Es también tu novela más autobiográfica y aquella en la que más ternura has puesto, ¿verdad? —Verdad
a medias. Es autobiográfica en cuanto al esqueleto, porque la carne, las vísceras, la piel y la
indumentaria son fantásticas,
de baile de máscaras. O de procesión del Corpus. Y ternura, ternura, pues pienso que he puesto poca. Sí
que hay, en
cambio, algo más fuerte que la ternura: la pasión de un amor frustrado. Esa imagen del amor romántico, del
amor cortés, medieval incluso, está presente en la novela. Sólo que en lugar de
dirigirse hacia una persona lo hace directamente a la ciudad, y esa ciudad no
es únicamente Valencia, sino la ciudad en el sentido agustiniano, la ciudad de Dios. —Quieres
decir que tu Reino es de este mundo. —El
desig dels
dies es el intento de conseguir el Reino de este mundo, la
ciudad idónea, el
país ideal para vivir. Sí, sí, ese amor es la patria, la patria valenciana, claro. Porque ese es el amor que
movió a aquellas
personas que en los años sesenta pusieron toda su fuerza y su deseo en la
ambición de levantar este país, hechos que narra mitificadamente y mixtificadamente El desig dels dies. —«La
gran novela nacional valenciana». «La novela de los sesenta». Si tuvieras que escoger entre dos
«eslogans» para promocionar
tu libro, ¿con cuál te quedarías? —Con
los dos que me das. No se puede separar el uno del otro, porque el descubrimiento del País Valenciano se
produce para todos nosotros en los años sesenta. Al mismo tiempo que
descubríamos también
la vida política clandestina, el sexo, las ideologías, el mundo en definitiva. —También está,
en «El desig dels dies», el mito de la huida a Europa, muy frecuente en la novela contemporánea. —Sí,
aunque aquí se plantea como recurso frustrado, que no sirve, en contra casi. Porque en la novela hay huidas,
pero siempre
se vuelve al «reino
de este mundo»
que
queremos que sea esta tierra... —Hay
en la novela un desfile continuo de hechos, personajes, referencias culturales, acontecimientos,
meditaciones... Es una especie de «summa valentina». O «Lo que el viento se llevó de aquí». ¿No te molesta que mucha gente lea «El desig dels dies»
mirando sobre todo de identificar a los personajes? —Bueno,
el libro se presta a este juego, y es inevitable. ¿Si nadie se ha molestado por el
retrato? No lo sé. Supongo, y no es por comparar, que cuando apareció el Ulises debió de fastidiar a mucha gente de Dublín. Por la cantidad de retratos
—y retratos
crueles— que aparecen. Pero en El desig dels dies hasta
los «malos», podríamos decir, son contemplados con
una cierta ternura, casi amorosamente, como dramatis personae. —La novela es
también una crónica. En esa crónica, por más
mistificados que estén los hechos,
¿qué acontecimientos destacarías? —Hay
algunos hitos. El centenario de Ausiàs March, y la aparición del primer grupo de nacionalistass universitarios.
El contacto
inicial —frustrado después— entre ese grupo de personas con la tradición literaria que en aquel momento
existía en la
ciudad, y que era básicamente poética. La primera ampliación del grupo y los primeros
intentos, también, de conversión en grupo político. Y, sobre todo, la forma como vamos descubriendo el País Valenciano, la ciudad de
Valencia, a lo
largo de paseos nocturnos, muy frecuentes entonces, en los que la arquitectura misma juega un elevado papel
simbólico. Las
primeras manifestaciones universitarias. Los primeros aplecs. Porque la novela trata, a su manera, de cosas
y sucesos que
ocurrían por
primera vez, en el sentido de que hay un continuo descubrimiento del
país, que es, al mismo tiempo, el descubrimiento de uno mismo. —La novela
termina con la visita de Franco a Valencia
después del contubernio de Munich.
¿Por qué entonces y no antes o
después? —Porque
este hecho cierra la etapa primera, embrionaria, de preexistencia, de preconocimiento
que más me interesaba. A partir
de ahí empieza la expansión del hecho nacional. Y eso sería en todo caso otro
libro. —Una persona
tan racional como tú, ¿cómo se sentía en un
partido político como el PSPV
de 1977, antes de la unidad con el PSOE y con
todo el frenesí de los inicios de la
transición? —Había
veces que lo pasaba muy mal. A mí me resultaba muy difícil estar en una organización y no intentar incidir al
máximo en su funcionamiento. —¿Por
eso lo dejaste, después de ser candidato a senador en las legislativas de 1977? —Es
una pregunta muy difícil de responder. —Quizás
entendiste que no había contradicción entre dejarlo y continuar «haciendo país»
desde otros ámbitos... —Sí,
sí, eso sí. Pero sobre todo lo dejé porque oye,
yo admiro mucho a la gente que hace política
desde los ayuntamientos, las diputaciones, el Congreso... De verdad.
Personalmente, había llegado a la conclusión de que, por mi temperamento o por lo que fuera, la política, si me dedicaba, tenía que consumir todas mis energías. De hecho, en la temporada electoral de 1977, pues no hice otra cosa. Vivía obsesionado. No podía ni dormir. Además, era incapaz de resignarme a que las cosas
no salieran como yo pretendía, en una asamblea, en una reunión, donde fuera. Y eso me mantenía en una tensión continua.
Fue una locura, algo alucinante, y acabé en manos de un psiquiatra. Hasta que comprendí que aquello no
era para mí. Y ya sé que las cosas han cambiado, que todo es más pacífico,
pero en fin... —Llegamos
al tercer escalón de Joan F. Mira: la antropología. ¿Es también una busca de los orígenes? —No,
no, esa es la visión vulgarizada de la antropología. Yo me había dedicado hasta hace unos años al estudio de
la sociedad
rural valenciana, de los problemas producidos por su evolución y su transformación. Después investigué
durante un tiempo los
sistemas
de matrimonio y de
parentesco en esa misma sociedad. Otro gran tema que me ocupa y preocupa es el de la configuración y
mantenimiento de
las unidades culturales: qué elementos intervienen en la aparición y configuración de un
pueblo y cómo pueden mantenerse a pesar de las influencias externas. Hablo de
estructuras muy profundas, muy radicales, a veces inconscientes, que sustentan determinadas concepciones
del mundo. —Tengo
la impresión de que
los gestores
de la cosa pública tienen muy poco en cuenta éstas y otro tipo de investigaciones. —La
gente como yo, que nos hemos dedicado al estudio de los problemas de la cultura nacional, en el sentido que
comento,
pues no sé qué tipo de resultados podemos ofrecer, de momento, a los politicos. Otra cosa sería que los
políticos fueran
conscientess de nuestra existencia, que nos utilizaran, vaya. Por ejemplo, pienso que los
políticos no son conscientes —a pesar del conflicto en vigor— del valor de los elementos simbólicos
como factores
que pueden aglutinar una comunidad. Habría que elevar a categoría determinados referentes históricos, o
artísticos, o
geográficos para que la gente se sintiera identificada, reflejada, como formando parte de lo que esos símbolos representan. Y, claro, esa operación
no se puede
limitar al Micalet, o a las torres de Serrans o de Quart. —¿Por
qué los nacionalismos suelen ser tan conservaduristas? ¿Por qué la fuerza del catolicismo en
Irlanda, en el País Vasco, en Polonia y hasta en Cataluña? —No
creo en esa relación, que depende en todo caso de las circunstancias históricas concretas. Y si insistieras en la
pregunta te
respondería al estilo gallego: ¿por qué el catolicismo español es tan imperialista? Es decir, si me hablas del catolicismo de los nacionalismos de
reivindicación,
yo te hablo del catolicismo de los nacionalismos de agresión, de tipo imperialista. —Esa
es una forma de evadir la pregunta. Y la respuesta. —Ah,
es que tú me hablas como si una ideología conservadurista o reaccionaria fuera propia de
los nacionalismos reivindicativos, y yo te respondo que resulta más propia, mucho más, de los
nacionalismos
imperialistas, como verbigracia el español. Reconocerás que el nacionalismo español, que es
dominante, está perfectamente identificado con todo lo más reaccionario que jamás haya producido
España.
¿Que España no es una nación? Bueno, para ellos sí que lo es. Y el nacionalismo español es de hecho el único
nacionalismo
poderoso, fuerte, importante, del Estado español. A su lado, lo demás son bromas. —Los
nacionalismos, ¿están en baja? —Bueno,
habría que precisar mucho la respuesta. —Pues
no lo hagas, por favor. —Grosso modo
no puede decirse que lo estén. Y desde luego no lo está en el País Valenciano, en donde la expansión de la conciencia de la existencia de un problema nacional es cada vez más fuerte. Aunque sea esta conciencia la expresión de una situación de conflicto. —Eso
suena a sofisma. —No.
El nacionalismo está en alza en el País Valenciano. Y el factor
«conflicto» forma
parte de esa situación, nos guste o no. La cuestión nacional es cada vez más activa. Otra cosa es que desde mi
punto de
vista, o desde el
tuvo, la penetración
de esa idea nacional se produzca de forma errónea, o manipulada, o como quieras. Pero
piensa que entre los blaveros y toda esa gente está apareciendo
un curioso
nacionalismo valenciano, y que el día que la UCD se dé cuenta y lo tenga que sufrir, pues se van a asustar
mucho. Porque de momento los están utilizando con lo del anticatalanismo, para
evitar que este país eche a andar, pero la obsesión por la identidad
valenciana, por la personalidad
valenciana, por la nación valenciana, es cada vez mayor entre esos grupos. Y ya te digo que ese
nacionalismo nos
puede gustar o no, pero ahí está. Y, no hay que engañarse, no tiene cabida, a medio y largo
plazo, en la Unión del Centro Democrático. Luego, claro, hay el otro nacionalismo, que está creciendo
también,
aunque otra cosa sería hablar de su expresión política. Pero he aquí que también en este punto sucede algo
insólito,
históricamente, en este país: todos los partidos han tenido que enfrentarse, tarde o temprano, con la cuestión nacional.
Y todos se han visto obligados a disponer de una estructura regional, cosa que
nunca había
ocurrido antes de la guerra, con un PSOE o con un PCE. Que se lo crean o no es otro tema, pero no pueden volver la espalda, sin más, a la cuestión nacional. En cambio,
reconozco que el nacionalismo sí que está en baja con relación a las expectativas de hace unos años.
Con todo, lo
que está en peligro no es el nacionalismo, sino algo más radical y más profundo: la nación. Es el riesgo de la despersonalización, de la pérdida de
todo aquello
que esta comunidad, consciente o inconscientemente, tiene de específico.
—Ese sería el análisis del antropólogo. —Exactamente.
Y te hablo, por poner un
caso obvio, de la desaparición del idioma, amenazado hoy por la penetración masiva del castellano en la primera
infancia, a
través de los parvularios, de la televisión... Por vez primera son los niños
los que
llevan el castellano a sus casas. Y esto se reflejó may claramente en una encuesta que realizamos desde la Institució Alfons el Magnànim. Lo de los parvularios es un invento diabólico. Por eso los vascos
se inventaron
las ikastolas...
Pero es
que los gestores
políticos no se lo toman en serio, lo del idioma. Sólo de forma convencional, para cumplir. Y luego está la
penetración en
nuestro ámbito de esos estereotipos de la lengua castellana que populariza, por ejemplo, Umbral, que es otro
invento del demonio. Aunque también se observan procesos de revitalización, de esa estructura profunda que define a
la nación.
Como esa tendencia al asociacionismo informal, no jerárquico, que expresa un tipo muy peculiar de
sociabilidad, como
son las collas
de los
pueblos, que se
reúnen para sus fiestas o para lo que sea, y que está en plena vigencia. Y todo esto de la penetración del
castellano no tendría mayor importancia si existiera aquí un gobierno valenciano con una autonomía real, que definiera,
protegiera y
le diera a este país un marco de referencia. Porque las culturas están siempre en interrelación, y Dinamarca no deja de
ser Dinamarca aunque todos los daneses sepan hablar inglés. ¿Me explico, no? El problema surge cuando otra cultura
invade la
tuya, que está inerme e indefensa, sin protección, como una cultura de segunda
mano. —¿No estarás sobrevalorando la cuestión idiomática? Hay quien dice, desde los márgenes del nacionalismo más
radical,
desde el independentismo incluso, que basarlo todo en la lengua implica perder de vista otros aspectos muy importantes. —Yo
creo que me quedo corto. Porque la lengua es el gran signo. Claro que tampoco hay que
abandonar la reivindicación política. El problema es global: o se tiene un proyecto de reconstrucción
nacional, dándole
el contenido institucional que el tiempo y la etapa histórica hagan posible, o no se tiene. Y si no se tiene, lo
único que se hace
son cosas para quedar bien. Que es lo que a menudo ocurre. |
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